Narrador venezolano que ejerció la docencia universitaria y el periodismo y escribió guiones radiofónicos y televisivos. Nació en Barquisimeto, ciudad del estado de Lara. Su iniciación literaria estuvo ligada al grupo de la revista Sardio y al conocido como El Techo de la Ballena. Con Los pequeños seres (1958), su primera novela, mostró sus notables dotes de observación y su interés por la existencia gris y rutinaria de los habitantes de los centros urbanos, de la alienación que sufren en su trabajo y en su medio familiar. En 1959 obtuvo el Premio Municipal de Prosa por esta novela. Sus finas exploraciones en la inadaptación y el fracaso se extendieron después a nuevos ámbitos en las novelas Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963), La mala vida (1968), Los pies de barro (1973) y Memorias de Altagracia (1973), mientras progresivamente enriquecía el realismo con el aporte del género fantástico en los cuentos de Doble fondo (1966), Difuntos, extraños y volátiles (1970), Los escondites (1972, Premio Nacional de Literatura), El único lugar posible (1981), La gata y la señora (1987) y Cuentos cómicos (1991). Una creciente dosis de ironía impregna también la presentación minuciosa de los ambientes y personajes. Entre otras obras dignas de mención se encuentran El inquieto Anacobero y otros cuentos (1976), El brujo hípico y otros relatos (1979), Hace mal tiempo afuera (1986) y El capitán Kid (1989). Salvador Garmendia obtuvo en 1989 el Premio Juan Rulfo por el cuento Tan desnuda como una piedra. Falleció el 13 de mayo de 2001 en Caracas.


Difuntos y volátiles
Salvador Garmendia



No hay que tenerles miedo a los muertos -decía mi tía Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda verde, que parecía bañada de esperma. (Como era encuadernadora olía a tarro de cola y a simiricuiri y tenía las manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su giba, parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar al cuarto empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte le salía por debajo del camisón, por las orejas y le llenaba el pelo.

Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.



Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.



Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetito, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.



El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado de espuma, la mujer caminando detrás y mi tío encajado en la montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A veces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el pelo.



Comía en silencio, sin más nadie en la mesa y ella lo observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido ronco que se interrumpía. Sentía que se anudaban, no les oía la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona resonaba. Ella empezaba a quejarse suavecito, pero yo no podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana y andaba por ahí, volando.
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