LA MUJER VAPOR








Carlos Ruiz Zafón (Barcelona, 25 de septiembre de 1964) es un escritor español que vive en Los Ángeles (Estados Unidos)







LA MUJER DE VAPOR

.....Nunca se lo confesé a nadie, pero conseguí el piso de puro milagro. Laura, que tenía besar de tango, trabajaba de secretaria para el administrador de fincas del primero segunda. La conocí una noche de julio en que el cielo ardía de vapor y desesperación. Yo dormía a la intemperie, en un banco de la plaza, cuando me despertó el roce de unos labios. «¿Necesitas un sitio para quedarte?» Laura me condujo hasta el portal. El edificio era uno de esos mausoleos verticales que embrujan la ciudad vieja, un laberinto de gárgolas y remiendos sobre cuyo atrio se leía 1866. La seguí escaleras arriba, casi a tientas. A nuestro paso, el edificio crujía como los barcos viejos. Laura no me preguntó por nóminas ni referencias. Mejor, porque en la cárcel no te dan ni unas ni otras. El ático era del tamaño de mi celda, una estancia suspendida en la tundra de tejados. «Me lo quedo», dije. A decir verdad, después de tres años en prisión, había perdido el sentido del olfato, y lo de las voces que transpiraban por los muros no era novedad. Laura subía casi todas las noches. Su piel fría y su aliento de niebla eran lo único que no quemaba de aquel verano infernal. Al amanecer, Laura se perdía escaleras abajo, en silencio. Durante el día yo aprovechaba para dormitar. Los vecinos de la escalera tenían esa amabilidad mansa que confiere la miseria. Conté seis familias, todas con niños y viejos que olían a hollín y a tierra removida. Mi favorito era don Florián, que vivía justo debajo y pintaba muñecas por encargo. Pasé semanas sin salir del edificio. Las arañas trazaban arabescos en mi puerta. Doña Luisa, la del tercero, siempre me subía algo de comer. Don Florián me prestaba revistas viejas y me retaba a partidas de dominó. Los críos de la escalera me invitaban a jugar al escondite. Por primera vez en mi vida me sentía bienvenido, casi querido. A medianoche, Laura traía sus diecinueve años envueltos en seda blanca y se dejaba hacer como si fuera la última vez. La amaba hasta el alba, saciándome en su cuerpo de cuanto la vida me había robado. Luego yo soñaba en blanco y negro, como los perros y los malditos. Incluso a los despojos de la vida como yo se les concede un asomo de felicidad en este mundo. Aquel verano fue el mío. Cuando llegaron los del ayuntamiento a finales de agosto los tomé por policías. El ingeniero de derribos me dijo que él no tenía nada contra los okupas, pero que, sintiéndolo mucho, iban a dinamitar el edificio. «Debe de haber un error», dije. Todos los capítulos de mi vida empiezan con esa frase. Corrí escaleras abajo hasta el despacho del administrador de fincas para buscar a Laura. Cuanto había era una percha y medio palmo de polvo. Subí a casa de don Florián. Cincuenta muñecas sin ojos se pudrían en las tinieblas. Recorrí el edificio en busca de algún vecino. Pasillos de silencio se apilaban debajo de escombros. «Esta finca está clausurada desde 1939, joven —me informó el ingeniero—.
La bomba que mató a los ocupantes dañó la estructura sin remedio.» Tuvimos unas palabras. Creo que lo empujé escaleras abajo. Esta vez, el juez se despachó a gusto. Los antiguos compañeros me habían guardado la litera: «Total, siempre vuelves.» Hernán, el de la biblioteca, me encontró el recorte con la noticia del bombardeo. En la foto, los cuerpos están alineados en cajas de pino, desfigurados por la metralla pero reconocibles. Un sudario de sangre se esparce sobre los adoquines. Laura viste de blanco, las manos sobre el pecho abierto. Han pasado ya dos años, pero en la cárcel se vive o se muere de recuerdos. Los guardias de la prisión se creen muy listos, pero ella sabe burlar los controles. A medianoche, sus labios me despiertan. Me trae recuerdos de don Florián y los demás. «Me querrás siempre, ¿verdad?», pregunta mi Laura. Y yo le digo que sí.

GAUDÍ EN MANHATTAN

Años más tarde, al contemplar el cortejo fúnebre de mi maestro desfilar por el paseo de Gràcia, recordé el año en que conocí a Gaudí y mi destino cambió para siempre. Aquel otoño, yo había llegado a Barcelona para ingresar en la escuela de arquitectura. Mis sueños de conquistar la ciudad de los arquitectos dependían de una beca que apenas cubría el coste de la matrícula y el alquiler de un cuarto en una pensión de la calle del Carme. A diferencia de mis compañeros de estudios con trazas de señorito, mis galas se reducían a un traje negro heredado de mi padre que me venía cinco tallas más ancho y dos más corto de la cuenta. En marzo de 1908, mi tutor, don Jaume Moscardó, me convocó a su despacho para evaluar mi progreso y, sospeché, mi infausta apariencia.

—Parece usted un pordiosero, Miranda —sentenció—. El hábito no hace al monje, pero al arquitecto ya es otro cantar. Si anda corto de emolumentos, quizá yo pueda ayudarlo. Se comenta entre los catedráticos que es usted un joven despierto. Dígame, ¿qué sabe de Gaudí? «Gaudí.» La sola mención de aquel nombre me producía escalofríos. Había crecido soñando con sus bóvedas imposibles, sus arrecifes neogóticos y su primitivismo futurista. Gaudí era la razón por la que deseaba convertirme en arquitecto, y mi mayor aspiración, amén de no perecer de inanición durante aquel curso, era llegar a absorber una milésima de la matemática diabólica con la que el arquitecto de Reus, mi moderno Prometeo, sostenía el trazo de sus creaciones.

—Soy el mayor de sus admiradores —atiné a contestar.

—Ya me lo temía.

Detecté en su tono aquel deje de condescendencia con el que, ya por entonces, solía hablarse de Gaudí. Por todas partes sonaban campanas de difuntos para lo que algunos llamaban modernismo, y otros, simplemente, afrenta al buen gusto. La nueva guardia urdía una doctrina de brevedades, insinuando que aquellas fachadas barrocas y delirantes que con los años acabarían por conformar el rostro de la ciudad debían ser crucificadas públicamente. La reputación de Gaudí empezaba a ser la de un loco huraño y célibe, un iluminado que despreciaba el dinero (el más imperdonable de sus crímenes) y cuya única obsesión era la construcción de una catedral fantasmagórica en cuya cripta pasaba la mayor parte de su tiempo ataviado como un mendigo, tramando planos que desafiaban la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo.

—Gaudí está ido —prosiguió Moscardó—. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà, en pleno paseo de Gràcia. Té collons. Pero, loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él.

—Eso mismo opino yo —aventuré.

—Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirse en
su sucesor.

El augusto catedrático debió de leer la desazón en mi mirada.

—Pero a lo mejor puede usted convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialmente cuando le presentan a ministros, infantas y principitos. Yo me ofrecí a buscar un candidato. Du llu ispic inglich, Miranda?

Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas.

—A litel.

—Pues congratuleixons, y que Dios lo pille a usted confesado.

Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Familia, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años, el Ensanche se desmenuzaba a la altura del paseo de Sant Joan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco, las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Lo seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía al taller de Gaudí. Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes. Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro del estudio, cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya espectral encontré a un hombrecillo de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo y me sonrió. Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios.

—Moscardó le habrá dicho que estoy como un llum y que nunca hablo español. Hablarlo lo hablo, aunque sólo para llevar la contraria. Lo que no hablo es inglés, y el sábado me embarco para Nueva York. Vostè sí el parlacomo un mendigo, tramando planos que desafiaban la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo.

—Gaudí está ido —prosiguió Moscardó—. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà, en pleno paseo de Gràcia. Té collons. Pero, loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él.

—Eso mismo opino yo —aventuré.

—Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirse en su sucesor.

El augusto catedrático debió de leer la desazón en mi mirada.

—Pero a lo mejor puede usted convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialmente cuando le presentan a ministros, infantas y principitos. Yo me ofrecí a buscar un candidato. Du llu ispic inglich, Miranda?

Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas.

—A litel.

—Pues congratuleixons, y que Dios lo pille a usted confesado.

Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Familia, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años, el Ensanche se desmenuzaba a la altura del paseo de Sant Joan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco, las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Lo seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía al taller de Gaudí. Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes. Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro del estudio, cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya spectral encontré a un hombrecillo de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo y me sonrió. Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios.

—Moscardó le habrá dicho que estoy como un llum y que nunca hablo español. Hablarlo lo hablo, aunque sólo para llevar la contraria. Lo que no hablo es inglés, y el sábado me embarco para Nueva York. Vostè sí el parla l’anglès, oi, jove?

Aquella noche me sentí el hombre más afortunado del universo compartiendo con Gaudí conversación y la mitad de su cena: un puñado de nueces y hojas de lechuga con aceite de oliva.

—¿Sabe usted lo que es un rascacielos?

A falta de experiencia personal en la materia, desempolvé las nociones que en la facultad nos habían impartido acerca de la escuela de Chicago, los armazones de aluminio y el invento del momento, el ascensor Otis.

—Bobadas —atajó Gaudí—. Un rascacielos no es más que una catedral para gente que, en vez de creer en Dios, cree en el dinero.

Supe así que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un rascacielos en plena isla de Manhattan y que mi función era actuar como intérprete en la entrevista que debía tener lugar al cabo de nueve días en el Waldorf-As-toria entre Gaudí y el enigmático potentado. Pasé los tres días siguientes encerrado en mi pension repasando gramáticas de inglés como un poseso. El viernes, al alba, tomamos el tren hasta Calais, donde debíamos cruzar el canal hasta Southampton para embarcar en el Lusitania. Tan pronto abordamos el crucero, Gaudí se retiró al camarote envenenado de nostalgia de su tierra. No salió hasta el atardecer del día siguiente, cuando lo encontré sentado en la proa contemplando el sol desangrarse en un horizonte prendido de zafiro y cobre. «Això sí és arquitectura, feta de vapor i de llum. Si vol aprendre, ha d’estudiar la natura.» La travesía se convirtió para mí en un curso acelerado y deslumbrante. Todas las tardes recorríamos la cubierta y torres de Manhattan, la metrópoli perdida en fuga bajo un cielo púrpura de tormenta y azufre. Un carruaje negro nos esperaba en los muelles de Chelsea y nos condujo luego por cañones tenebrosos hacia el centro de la isla. Espirales de vapor brotaban entre los adoquines y un enjambre de tranvías, carruajes y estruendosos mecanoides recorrían furiosamente aquella ciudad de colmenas infernales apiladas sobre mansiones de leyenda. Gaudí observaba el espectáculo con mirada sombría. Sables de luz sanguinolenta acuchillaban la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida y vislumbramos la silueta del Waldorf-Astoria, un mausoleo de mansardas y torreones sobre cuyas cenizas se alzaría veinte años más tarde el Empire State Building. El director del hotel acudió a darnos la bienvenida personalmente y nos informó de que el magnate nos recibiría al anochecer. Yo iba traduciendo al vuelo; Gaudí se limitaba a asentir. Fuimos conducidos hasta una lujosa habitación en la sexta planta desde la que se podia contemplar toda la ciudad sumergiéndose en el crepúsculo. Le di al mozo una buena propina y averigüé así que nuestro cliente vivía en una suite situada en el último piso y nunca salía del hotel. Cuando le pregunté qué clase de persona era y qué aspecto tenía, me respondió que él no lo había visto jamás, y partió a toda prisa. Llegada la hora de nuestra cita, Gaudí se incorporó y me dirigió una mirada angustiada. Un ascensorista ataviado de escarlata nos esperaba al final del corredor. Mientras ascendíamos, observé que Gaudí palidecía, apenas capaz de sostener la carpeta con sus bocetos. Llegamos a un vestíbulo de mármol frente al que se abría una larga galería. El ascensorista cerró las puertas a nuestras espaldas y la luz de la cabina se perdió en las profundidades. Fue entonces cuando advertí la llama de una vela que avanzaba hacia nosotros por el corredor. La sostenía una figura esbelta enfundada en blanco. Una larga cabellera negra enmarcaba el rostro más pálido que recuerdo, y sobre él, dos ojos azules que se clavaban en el alma. Dos ojos idénticos a los de Gaudí.

—Welcome to New York.

Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de una belleza turbadora, casi dolorosa de contemplar. Un cronista victoriano la habría descrito como un ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Sus movimientos eran felinos; su sonrisa, reptil. La dama nos condujo hasta una sala de penumbras y velos que prendían con el resplandor de la tormenta. Tomamos asiento. Uno a uno, Gaudí fue mostrando sus bosquejos mientras yo traducía sus explicaciones. Una hora, o una eternidad, más tarde, la dama me clavó la mirada y, relamiéndose de carmín, me insinuó que en ese momento debía dejarla a solas con Gaudí. Miré al maestro de reojo. Gaudí asintió, impenetrable. Combatiendo mis instintos, hablábamos de planos y ensueños, incluso de la vida. A falta de otra compañía, y quizá intuyendo la adoración religiosa que me inspiraba, Gaudí me brindó su amistad y me mostró los bosquejos que había hecho de su rascacielos, una aguja wagneriana que, de hacerse realidad, podía convertirse en el objeto más prodigioso jamás construido por la mano del hombre. Las ideas de Gaudí cortaban la respiración, y aun así no pude dejar de advertir que no había calor ni interés en su voz al comentar el proyecto. La noche anterior a nuestra llegada me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía desde que habíamos zarpado: ¿por qué deseaba embarcarse en un proyecto que podía llevarle meses, o años, lejos de su tierra y sobre todo de la obra que se había convertido en el propósito de su vida? «De vegades, per fer l’obra de Déu cal la mà del dimoni.» Me confesó entonces que si se avenía a erigir aquella torre babilónica en el corazón de Manhattan, su cliente se comprometería a costear la terminación de la Sagrada Familia. Aún recuerdo sus palabras: «Déu no té pressa, però jo no viuré per sempre...» Llegamos a Nueva York al atardecer. Una niebla malévola reptaba entre las lo obedecí y me alejé hacia el corredor, donde la cabina del ascensor ya abría sus puertas. Me detuve un instante para mirar atrás y contemplé cómo la dama se inclinaba sobre Gaudí y, tomando su rostro entre las manos con infinita ternura, lo besaba en los labios. Justo entonces, el aliento de un relámpago prendió en la sombra, y por un instante me pareció que no había una dama junto a Gaudí, sino una figura oscura y cadavérica, con un gran perro negro tendido a sus pies. Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas. Al regresar a la habitación, me tendí en el lecho con la mente asfixiada de náusea y sucumbí a un sueño ciego. Cuando las primeras luces me rozaron el rostro, corrí hasta la cámara de Gaudí. El lecho estaba intacto y no había señales del maestro. Bajé a recepción a preguntar si alguien sabía algo de él. Un portero me dijo que una hora antes lo había visto salir y perderse Quinta Avenida arriba, donde un tranvía había estado a punto de arrollarlo. Sin poder explicar muy bien por qué, supe exactamente dónde lo encontraría. Recorrí diez bloques hasta la catedral de St. Patrick, desierta a aquella hora temprana. Desde el umbral de la nave vislumbré la silueta del maestro arrodillado frente al altar. Me aproximé y me senté a su lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en una noche, adoptando aquel aire ausente que lo acompañaría hasta el final de sus días. Le pregunté quién era aquella mujer. Gaudí me miró, perplejo. Comprendí entonces que sólo yo había visto a la dama de blanco y, aunque no me atreví a suponer qué fue lo que había visto Gaudí, tuve la certeza de que su mirada había sido la misma. Aquella misma tarde embarcamos de regreso. Contemplábamos Nueva York desvanecerse en el horizonte cuando Gaudí extrajo la carpeta con sus bocetos y la lanzó por la borda. Horrorizado, le pregunté qué pasaría entonces con los fondos necesarios para terminar las obras de la Sagrada Familia. «Déu no té pressa i jo no puc pagar el preu que se’m demana.»

Mil veces le pregunté durante la travesía qué precio era ése y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando en silencio. Al llegar a Barcelona, mi empleo de intérprete ya no tenía razón de ser, pero Gaudí me invitó a visitarlo siempre que lo deseara. Volví a la rutina de la facultad, donde Moscardó esperaba ansioso por sonsacarme.

—Fuimos a Manchester a ver una fábrica de remaches, pero volvimos a los tres días porque Gaudí dice que los ingleses sólo comen buey cocido y le tienen ojeriza a la Virgen.

—Té collons.

Tiempo después, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de los frontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. Su figura, entrelazada en un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas, luminoso y cruel. Gaudí y yo nunca volvimos a hablar de lo sucedido en Nueva York. Aquel viaje siempre sería nuestro secreto. Con los años me convertí en un arquitecto aceptable y, merced a la recomendación de mi maestro, obtuve un puesto en el taller de Hector Guimard en París. Fue allí donde, veinte años después de aquella noche en Manhattan, recibí la noticia de la muerte de Gaudí. Tomé el primer tren para Barcelona, justo a tiempo de ver pasar el cortejo fúnebre que lo acompañaba hasta su sepultura en la misma cripta donde nos habíamos conocido. Aquel día envié mi renuncia a Guimard. Al atardecer rehíce el camino hasta la Sagrada Familia que había recorrido para mi primer encuentro con Gaudí. La ciudad abrazaba ya el recinto de las obras y la silueta del templo escalaba un cielo sangrado de estrellas. Cerré los ojos y, por un momento, pude verlo terminado tal y como olo Gaudí lo había visto en su imaginación. Supe entonces que dedicaría mi vida a continuar la obra de mi maestro, consciente de que, tarde o temprano, habría de entregar las riendas a otros, y ellos, a su vez, harían lo propio. Porque, aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, dondequiera que esté, sigue esperando.

INFERNO

1.
IMPACTO
Se llama Chuck Allen, pero podría llamarse como usted o como yo. Esta mañana, que muchos describirán más tarde como la más radiante y luminosa que se recuerda en mucho tiempo sobre los cielos de Nueva York, Allen se encuentra en su despacho del piso 83 de la torre norte del World Trade Center. Su reloj marca las 8:43 horas cuando Allen alza la vista hacia su ventana y advierte un punto creciente en el horizonte, a la altura del puente George Washington, que une el extremo norte de la isla de Manhattan con las costas de Nueva Jersey. Se le ocurre que tal vez sea un avión, pero pronto descarta la idea, porque ningún piloto en su sano juicio enfilaría la isla de Manhattan volando tan bajo.
Sin darle más importancia, Allen devuelve la mirada a su ordenador. Sus ojos están todavía prendidos en el monitor cuando, dos minutos más tarde, oye un estruendo como no ha oído jamás, un estruendo que más tarde describirá como el de dos trenes chocando a toda velocidad. El vuelo 11 de American Airlines, con noventa y dos personas a bordo, se acaba de incrustar en la torre a una velocidad de casi seiscientos kilómetros por hora. Una cascada de escombros y papel se extiende en el cielo. El edificio se inclina hacia un lado como un buque en el oleaje, como si la torre fuese a doblarse en dos. El miedo lo paraliza. En ese mismo instante, cientos de personas más como él oyen los primeros gritos y contemplan aterrados cómo los muebles de sus oficinas se deslizan hacia un lado, cómo los lápices ruedan sobre las mesas, cómo sus tazas de café se derraman. Cientos de conversaciones telefónicas se congelan a media palabra, extraviadas para siempre. Para muchos, ése será su último contacto con el mundo exterior.

Trece pisos más arriba, un Boeing 767 se ha clavado como un dardo, destruyendo completamente las plantas comprendidas entre los pisos 94 y 99. El avión se ha estrellado en el centro de la fachada, blandiendo sus alas rebosantes de combustible como guadañas. Al instante, una tormenta de fuego exhala desde las fachadas este y oeste. Una inmensa bola de fuego emerge de la monstruosa caverna de cinco pisos desgarrada sobre la fachada norte. Las alas del Boeing han asestado un hachazo de unos cincuenta metros que rebana treinta y cinco de las columnas de acero —casi la mitad— que sostienen la fachada exterior. El resto, al estar tan juntas unas con otras, sostiene la torre e impide su colapso inmediato. La razón de esta particularidad arquitectónica, inusual en edificios de oficinas en Manhattan, es que el creador de las torres Gemelas, el arquitecto japonés Minoru Yamasaki, irónicamente, sufre de vértigo. Embargado por la náusea de contemplar Manhattan desde las nubes, Yamasaki optó por una retícula exterior de columnas muy próximas que brindasen a los ocupantes una sensación de seguridad, de estructura sólida, y no sólo de muros de cristal. Lamentablemente, el hecho de que casi todas las columnas que sostienen el peso de las torres sean exteriores hace que la planta interior de cada piso sea una superficie virtualmente limpia, sin columnas estructurales que puedan obstaculizar el avance del avión. Sin encontrar barreras, la avalancha de metal avanza a toda máquina arrasando vidas, oficinas, e hiriendo de muerte a la torre.

En apenas seis décimas de segundo, las partes más sólidas del fuselaje se estrellan sin remedio contra el eje central de la torre. La mitad de los soportes que la sostienen en pie quedan instantáneamente destruidos o dañados sin remedio. El tornado de aluminio arranca de cuajo las escaleras y guillotina varios túneles de ascensores, incluyendo los cables de acero que los sostienen. La fuerza brutal de la colisión tritura el fuselaje y lo reduce a trozos del tamaño de una pelota de tenis.

En el momento de apuñalar la torre, el 767 lleva suficiente combustible para cruzar el país entero desde Boston a Los Ángeles. Al penetrar en la torre, los tanques situados en las alas se desgarran e inyectan unos 32.500 litros de combustible que se esparce a casi seiscientos kilómetros por hora. No es un combustible cualquiera; es un tipo especial de queroseno denominado «Jet A», particularmente volátil. Letal. El queroseno se pulveriza instantáneamente al contacto con el aire. Los circuitos eléctricos del edificio se convierten en espoletas mortales. La explosión resultante es indescriptible. La fuerza desatada escupe restos del avión por el extremo opuesto del edificio. Noventa pisos más abajo, unos transeúntes tropiezan con un gran cilindro de metal humeante en mitad de una calle del sur de Manhattan. Lo que a sus ojos parece un meteorito es, en realidad, la turbina de un avión de pasajeros.

Pero no todo el combustible se consume en esta tremenda explosión que sacude la torre. Una parte considerable crea una hemorragia interna de queroseno que recorre túneles de escaleras, ascensores y oficinas, empapando a su paso todo lo que encuentra. Piso tras piso, la marea negra impregna alfombras y moquetas, muros y cortinas, a una velocidad aproximada de ciento sesenta kilómetros por hora. Prende al momento en una tempestad de fuego. En menos de un segundo, cualquier ser humano en su camino queda simplemente vaporizado por las llamas. A partir de este instante, toda persona atrapada por encima del punto del impacto está condenada a muerte. Es sólo cuestión de tiempo.

2. TRAMPA MORTAL

En el momento del choque, Virginia DiChiara, una auditora de cuarenta y cuatro años que trabaja para la firma Cantor Fitzgerald, se dispone a subir a un ascensor que la llevará desde el Sky Lobby del piso 78 a su despacho en el piso 101. El ascensor se retrasa unos segundos porque un hombre llega tarde y las puertas vuelven a abrirse para acogerlo. Sin saberlo, esos segundos robados le salvarán la vida. Empieza el ascenso.

Una terrible sacudida golpea la cabina del ascensor. Los cables de acero que la sostienen sobre un abismo de casi ochenta pisos han sido cortados. Una lluvia de chispas es el preludio del pánico. Las luces del ascensor se extinguen. En la tiniebla, Virginia vislumbra un resplandor azul por la rendija de la puerta. Es la lluvia de combustible que cae en cascada por el hueco del ascensor y que se filtra en la cabina. Uno de los ocupantes consigue abrir la puerta y trepar al piso, desierto. Virginia siente el combustible empapándole las manos, el pelo, la cara y la ropa. Prende en llamas. Lucha por apagar con las manos el fuego que la devora, dejándose la piel en el empeño. Pese a la conmoción, acierta a ver cómo una marea espectral se esparce gelatinosamente por todas partes. Humo. En ese instante, alguien la reconoce. Virginia siente que varias manos la sujetan. Alguien le echa agua en las quemaduras. La punzada de dolor es atroz, y pierde el sentido. Entre varias personas, consiguen llevarla hasta la escalera. Allí recobra el sentido y, medio moribunda, emprende un descenso de setenta pisos.

Virginia es una de las afortunadas. En el momento del impacto, sus aproximadamente mil compañeros de trabajo en Cantor Fitzgerald estaban ya en sus mesas de trabajo en las oficinas de la compañía ubicadas entre el piso 101 y el 106. Aquellos a los que la explosión no ha despedazado o carbonizado al instante están en ese momento saltando al vacío desde cien pisos de altura, acosados por las llamas, la asfixia y la desesperación. Virginia, afortunadamente, no puede verlos. Quien sí puede hacerlo son aquellos que han quedado atrapados justo un piso por encima, en un lugar hasta hace apenas minutos reservado para una de las vistas más espectaculares del mundo.

En los pisos 106 y 107 de la torre Norte se encuentra el lujoso restaurante Windows of the World, que ofrece un menú exclusivo y legendarias vistas de hasta ochenta kilómetros. Hoy, las vistas se ahogan en la marea de humo. No es un humo corriente: es una nube tóxica, espesa e impenetrable. Para aquellos atrapados en la cima de la torre no hay escapatoria posible por escaleras ni ascensores. Su única opción sería un rescate en helicóptero por la azotea, pero el humo impide que puedan aterrizar. El restaurante cuenta con noventa y siete trabajadores, todos ellos en su puesto. Uno de ellos, el chef Norberto Hernández, es fotografiado al saltar desde el piso 106. Su imagen se convierte en un macabro emblema de la tragedia. El que se entrega a una caída de cien pisos es un hombre mayor, abuelo de familia numerosa. Al precipitarse al abismo parece sereno, con la mirada sellada. Como si ya supiese que ni uno solo de sus compañeros sobrevivirá.

Diez pisos más abajo, Chuck Allen oye otro ruido escalofriante, el chirrido de toda la estructura metálica debatiéndose de un lado a otro cuatro o cinco veces hasta que el edificio se detiene y una calma mortal lo paraliza todo. No se disparan alarmas de incendio, ni se oyen advertencias por megafonía. Nada. La trampa está sellada.

3. ÉXODO

Se inicia la escapada. Entre los miles de personas que luchan por salvar la vida está Jan Demczur, un inmigrante polaco que lleva diez años limpiando ventanas en el World Trade Center. Tiene cuarenta y ocho años y esa misma mañana ha estado puliendo las ventanas del piso 93 frente a las oficinas de Fred Alger Management. Los cuerpos de los sesenta y nueve empleados que hace apenas minutos contemplaban Manhattan a través de sus impecables cristales son ahora vapor, y las ventanas que Jan ha limpiado con tanto esmero, apenas una lluvia de puñales de vidrio flotando sobre la ciudad. Cuando el Boeing 767 se estrella en la torre, Jan viaja en un ascensor ubicado treinta pisos por debajo del impacto con otras seis personas. La cabina se sacude violentamente y parece precipitarse al abismo. Un diminuto hombre de unos sesenta años es el único con la serenidad y la claridad mental necesarias para gritar al resto que apreten el botón de stop. Sólo entonces consiguen escapar del ascensor y atravesar un laberinto de escombros, humo y fuego tras el cual ganan acceso a la escalera y emprenden el descenso. No están solos. La escalera está abarrotada de gente aterrada, perdida, extrañamente silenciosa. Muchos de ellos no averiguarán que un avión ha embestido la torre hasta que lleguen abajo. En ese momento, incluso los que saben lo que ha sucedido creen que ha sido un horrible accidente. Es impensable que pueda haber sido otra cosa. Justo entonces, cuando parece que las cosas ya no pueden ir a peor, el infierno empieza de verdad.

4. HUIDA DE WALL STREET

El Word Trade Center está poblado por jinetes financieros que cabalgan las bolsas del orbe en busca de recompensa. Cada uno de estos cowboys de despacho emplea una media de seis pantallas en su escritorio alimentadas con información financiera proveniente de los cinco continentes. El precio de una cosecha de uva en la Provenza o el de los recambios de aire acondicionado en Buenos Aires puede influir en decisiones de compra y venta que en apenas segundos generen comisiones que para otros supondrían el sueldo de un año. Para no fallar en el momento clave y precipitar una pérdida billonaria, estos monitores y terminales necesitan de una experta niñera digital. Steve Miller es una de las mejores. Trabaja para el Fuji Bank, con oficinas en el piso 80 de la torre Sur. Miller, por lo demás, es el antitrader. Versado en historia, literatura y teología, Miller es un hombre cultivado que colecciona libros antiguos y se apasiona por todo lo que a sus compañeros de trabajo les trae sin cuidado. Lo que más le gusta de su empleo es que le proporciona tiempo libre.
Mientras no hay problemas con los ordenadores, Miller se dedica a cazar libros antiguos en internet, a filosofar sobre el absurdo de Wall Street, y a acariciar su sueño dorado de escapar de allí para convertirse en bibliotecario de un pueblo remoto. Miller, quizá, nos recuerda que detrás de cada número anónimo en esas listas de miles de personas atrapadas en las torres hay una historia particular, un mundo por descubrir, un universo quizá perdido para siempre.

A las 8.44 de esa mañana, Miller siente la mesa vibrar en su despacho del piso 80 de la torre Sur. Al levantar la vista, ve una tormenta de papel en el aire y algo lo hace pensar en esas nubes de papeletas que tiñen el cielo en los desfiles de victoria y gloria. A los pocos segundos, uno de los directivos del banco empieza a gritar que alguien ha hecho estallar otra bomba en el WTC. Miller suspira. Como otros muchos, temía que algún día eso volviera a pasar. Se dirige con otros muchos a la escalera. A la altura del piso 65, oye por megafonía el siguiente anuncio: «El fuego sólo está en la torre Norte. Pueden volver a sus mesas y continuar trabajando.» «Y una mierda», piensa Miller. Varios de los ejecutivos del banco, empleados entusiastas, deciden regresar a la oficina. No lo sospechan, pero ya están muertos. Miller sólo sabe que tiene que escapar, pero la escalera está bloqueada por la marea humana. Miller trata de encontrar un teléfono para llamar a su esposa y decirle que esté tranquila, que están evacuando el edificio y que él pronto estará en la calle. A la espera de un ascensor que lo lleve al vestíbulo, Miller oye a alguien comentar que hay gente saltando al vacío desde la torre Norte y siente un escalofrío. No puede imaginarse que, en ese mismo instante, millones de personas en todo el planeta están frente al televisor, hipnotizadas por un horror nunca presenciado en directo por una audiencia en masa. Cuando las imágenes de un Nueva York apocalíptico ya desafiaban a la credibilidad, un segundo avión se materializa de la nada y se catapulta contra la torre Sur.

5. FAHRENHEIT 2.000

Veinte pisos más arriba, un colega informático de Miller llamado Stanley está hablando por teléfono con un empleado de la compañía que ha visto las imágenes por televisión desde Chicago. Stanley le está asegurando que el fuego está localizado en la otra torre y que él no corre peligro, cuando se vuelve para mirar por la ventana de su despacho desde la que normalmente se ve la estatua de la Libertad. Lo que ve es un gigantesco proyectil gris con las letras UA en el flanco acercándose a toda velocidad hacia su ventana. El sonido de las turbinas del motor le hiela la sangre y el teléfono se le cae de las manos. Hombre profundamente religioso, lo último que Stanley hace antes de lanzarse bajo la mesa es encomendar su fortuna al cielo.
A las 9.03, el Boeing 767 de United Airlines ensarta la esquina sureste de la segunda torre, destruyendo al instante seis pisos y proyectando una descomunal bola de fuego hacia los flancos. Antes de estrellarse, el avión efectúa un giro brusco, y de este modo penetra la estructura justo por encima de la oficina de Stanley. El ángulo de choque y el giro desesperado en el último momento sugieren que el terrorista a los mandos del 767, envenenado de odio, ha estado a punto de fallar en su objetivo. Probablemente no lo sospechaba al pulverizarse rumbo al paraíso de los camicaces enloquecidos, pero este golpe lateral resultará todavía más mortífero. En un choque, la energía del impacto crece exponencialmente multiplicada por el cuadrado del incremento de la velocidad. En otras palabras: si el avión vuela un poco más a prisa, la ferocidad del impacto se multiplica enormemente. El 767 no sólo vuela un poco más a prisa, sino que torpedea la torre a una velocidad unas nueve veces superior a la que hubiera llevado en una típica colisión aérea al despegar o aterrizar.

Stanley emerge de una pila de escombros agradeciendo a Dios que le haya salvado la vida, y se dispone a ir en busca de una salida. Otros tienen menos suerte. En el momento del impacto, el Boeing desplaza unas ciento doce toneladas. Su avance a través del interior de la torre dura unas seis décimas de segundo, cabalgando en una ola de treinta mil litros de queroseno. Algunas de las piezas más pesadas que se desprenden en la explosión (un motor, un trozo del tren de aterrizaje y una rueda) atraviesan la torre y aterrizan a seis manzanas de allí. A diferencia del primer avión, que se ha hundido en el centro de la fachada de la torre Norte, el segundo jet golpea la esquina de la torre Sur con una fuerza de unos 32.600 kilonewtons, una energía próxima al umbral de un huracán.

La colisión pulveriza gran parte de las columnas exteriores de la fachada y destruye la capa protectora contra el fuego que recubre las columnas interiores. La práctica totalidad del sistema de aspersores de incendios repartidos por la torre perece al momento, junto con las tuberías de agua que podrían alimentarlos. Lo único que encuentran las llamas es material con que multiplicarse. En cuestión de minutos, ese fuego atizado por el combustible y por toneladas y toneladas de papel almacenado en las oficinas superará los dos mil grados Fahrenheit. El acero empieza a reblandecerse al rebasar los trescientos cincuenta grados Fahrenheit. Alrededor de los mil cien, pierde la
mitad de su firmeza. La mayor parte del queroseno inyectado en las entrañas de la torre arde en los cuatro primeros minutos. Ésa es sólo la chispa que desencadena un infierno mucho mayor, una pira colosal de seis pisos de altura que devora muebles, ordenadores, moquetas e incluso el cargamento del avión. Pero sobre todo papel. Toneladas y toneladas de papel esperando como cartuchos de dinamita en docenas de pisos de oficinas. La energía resultante de semejante horno es entre tres y cinco veces superior a la de una central nuclear de tamaño medio. Llegado ese punto crítico, el acero empieza a comportarse como la hojalata.

6. HUIDA

John Ottrando es uno de los primeros miembros del cuerpo de bomberos de Nueva York en llegar al escenario de la tragedia. Cuando aparca su camión al pie de la torre Norte, todavía nadie sabe muy bien qué es lo que ha sucedido. Se apresura a seguir a los cuatro hombres de su compañía 24 y a otros ocho bomberos de otra unidad a través del vestíbulo. Ninguno de ellos sospecha que el avión ha cortado los cables de acero de algunos de los ascensores, haciendo que éstos se precipitaran al vacío. Sobre el suelo de mármol del vestíbulo se encuentran con lo que ha quedado de sus ocupantes: carne, pelo y ropas humeantes carbonizadas por las llamas y escupidas de los ascensores al estrellarse contra el suelo. Los miembros del cuerpo de bomberos están preparados para enfrentarse al horror. Los próximos minutos pondrán más que a prueba su preparación. Mientras los primeros bomberos empiezan a ascender las escaleras de las torres, se cruzan con rostros quemados y sangrantes. Alguien les dedica una bendición. Van a necesitarla.

Abajo, en la plaza, Ottrando está intentando conectar varias mangueras desde su camión a las torres cuando ve una tormenta de fuego explotar en lo alto, en el flanco de la torre Sur. El segundo avión acaba de estrellarse. Ottrando contempla la lluvia de acero y cristal precipitarse sobre las calles. Algunos de los objetos que caen todavía se están moviendo. Son personas. Lo rodea una lluvia de cuerpos y escombros en llamas que se abalanza a una velocidad vertiginosa. La imagen que se le graba en el alma es la de las corbatas de los hombres que llueven del cielo, tiesas en el aire como sogas.

Mientras el mundo contempla sin habla la visión del horror captado por las cámaras desde lejos, el auténtico horror es el que se está desarrollando en el interior de las torres. En estos momentos, decenas, cientos de llamadas telefónicas desesperadas inundan los cielos de la ciudad. Son los miles de víctimas cuyas agonías finales nunca verán la luz. Quienes pueden alcanzar un teléfono llaman a esposas, novias, padres, hijos, madres, amigos, para decirles, muchas veces con una rara serenidad, que los quieren, que si no vuelven a verlos vivan vidas plenas y que nunca los olviden. Algunos sólo encuentran un contestador automático. Cuando sus palabras sean escuchadas, ellos habrán desaparecidopara siempre. La magnitud física de la tragedia, el apocalíptico espectáculo de las torres desmoronándose, de aviones clavándose como flechas envenenadas en los símbolos emblemáticos de un Occidente odiado desde la sombra, desplazan la mirada y el pensamiento hacia esa visión lejana, electrónica, del desastre. Mientras la televisión nos mantiene a distancia, centenares de seres humanos se arrastran entre los escombros de estas ciudades verticales atrapados en laberintos de fuego, de escombros, de lluvias de metal fundido, de humo asfixiante que funde las vías respiratorias como ácido. Lo peor está por venir.
La escalera de la torre Norte es un verdadero río de gente. Cientos de cabezas se pueden ver al mirar hacia abajo. Pese al miedo, pese al dolor de heridas y quemaduras, pese al humo, cuando Mike Higson, un ciego acompañado de su perra lazarillo, Roselle, llega a la escalera en el piso 78, todo el mundo se hace a un lado para dejarlo pasar sin una sola queja. Algo más abajo, en el piso 63, aparece un hombre sin piel, en carne viva. Esta visión de pesadilla se llama Manu Dhingra, y en su interior reza por morir cuanto antes para huir del dolor indescriptible que devora cada centímetro de su piel. No es el fuego el que le ha arrancado rostro, manos y torso. Su cuerpo ha sido desollado por una inmensa ola de calor que lo ha envuelto cuando escapaba de un ascensor que se hundía en las llamas a sus espaldas, todavía repleto de gente. Antes de perder el sentido, Manu se pregunta el porqué del horror en la mirada de quienes lo observan y lo ayudan mientras su piel y su carne se les queda en las manos y la ropa. Escenas e imágenes como ésta se suceden por docenas durante la huida y la evacuación de la torre Norte. En la esquina noreste de la torre, el fuego empieza a fundir los restos del fuselaje del avión. A la media hora del impacto, lo que queda del Boeing 767 se derrama por la fachada en lágrimas de aluminio candente como gotas de cera en un cirio funerario.

7. LA LUZ DEL DÍA

Peter Hayden, comandante de la primera división de bomberos, ha establecido el puesto de mando de la operación en el vestíbulo de la torre Norte. Ya entonces Hayden y otros mandos del departamento saben perfectamente que no hay modo de extinguir ese incendio. Pese a esa certeza, decenas de bomberos se lanzan escaleras arriba en ambas torres en una desesperada misión de rescate. Muchos de ellos no volverán a salir con vida.

Mientras los bomberos entran, Chuck Allen, una eternidad después de haber avistado aquel punto inicial en el horizonte, consigue llegar a la plaza que hay al pie de las torres tras un descenso agotador y terrorífico. Apenas la reconoce. La plaza, uno de sus rincones favoritos, está cubierta de lo que parecen escombros. Excepto que no lo son. Son cuerpos. Decenas de ellos. A Allen le cuesta calcular cuántos con precisión, porque lo que ven sus ojos son sólo trozos de cuerpos. Torsos extrañamente tocados por un cinturón negro, como si vistiesen un macabro uniforme. Sólo entonces comprende que está observando a algunos de los pasajeros del avión estrellado contra la torre, que todavía llevan el cinturón de seguridad. No hay sangre. No hay el polvo y la tiniebla que luego flotará y enmascarará el horror. Todo se ve con una claridad cristalina, dolorosa. Oficiales de policía inundan la plaza con el rostro crispado. «No miren ahí», ordenan.

Mark Oettinger, un carpintero que acaba de escapar de la torre Norte, se detiene a contemplar la tundra de cadáveres llovidos del cielo. Los cuerpos parecen haber estallado al impacto con el suelo como sandías maduras. Un hedor similar al amoníaco envenena el aire. Oettinger siente un deseo imperioso de querer salvar a alguien, de ayudar, de poder hacer algo. Por mucho que busca, no encuentra a quien salvar, y acaba por perderse en las calles de Manhattan hasta llegar a un pequeño parque, desierto, donde advierte que no hay gente, ni pájaros, y se echa a llorar. Otros muchos como él se pierden Manhattan arriba, en trance, vagando con la mirada ida e incapaces de mirar atrás. Poco después, Virginia DiChiara, la auditora que ha escapado poco antes de una muerte segura en un ascensor inundado de queroseno, llega al vestíbulo de la torre. Una muchedumbre de heridos yace sobre una laguna de sangre. Un latigazo de dolor la recorre y Virginia se mira las manos. Son rojas, carne viva sin piel. Tardará todavía media hora en ser trasladada al hospital de Saint Vincent. Al llegar allí, se encuentra con un ejército de doctores y enfermeros listos para acoger a una multitud de heridos. Todos esperan con las camillas listas, ansiosos por ayudar, por hacer algo. La avalancha de pacientes nunca se materializa. Virginia será una de las pocas en cruzar las puertas del hospital esa mañana. Hoy, la muerte no hace prisioneros.

En la plaza frente a la torre Sur empiezan a emerger algunos supervivientes. Uno de los primeros en respirar aire fresco es Anthony DeBlase. Pese a haber escapado con vida, no se siente más tranquilo. Al contrario. Su hermano mayor, James, trabaja en la torre Norte, en las oficinas de Cantor Fitzgerald situadas en los pisos donde le han dicho que se ha estrellado el primer avión.
Sólo una idea ocupa la mente de Anthony cuando cruza la plaza rumbo a la torre Norte: encontrar a su hermano. Es entonces cuando ve a un hombre decapitado por un fragmento de cuerpo que cae desde lo alto de la torre. Es entonces cuando ve una pierna ardiendo. Aullando de terror, comprende que no volverá a ver a su hermano con vida. Semanas más tarde, cuando las primeras pruebas de ADN permitan identificar los primeros ocho fragmentos de cadáveres rescatados de entre los escombros, el nombre de James DeBlase encabezará la lista.

8. ENTRE TINIEBLAS

Poco antes de las diez de la mañana, un grupo de supervivientes está cruzando el centro comercial que ha quedado inundado bajo las torres por el agua de los aspersores de incendios. Al cruzar frente a la librería de la cadena Borders, encuentran una marea de libros flotando como los restos de un naufragio. El grupo sigue avanzando en busca de una salida al exterior cuando el estruendo de una explosión indescriptible rompe el mundo. Aterrados, contemplan cómo las puertas de los ascensores y de las tiendas inundadas se encogen como acordeones. Los marcos de las entradas a comercios y restaurantes salen volando por los aires hacia ellos como cuchillas. Un viento huracanado recorre la galería comercial, y los derriba sobre el agua y los escombros. Algunos tienen que sujetarse a las columnas para no ser arrastrados por la fuerza del viento. De repente, el tornado se extingue.
Se hace la oscuridad absoluta y un silencio sepulcral los envuelve. El aire se hace sólido, irrespirable. La torre Sur acaba de desplomarse a sus espaldas.

La caída de la torre dura diez segundos, y arroja a su paso una tormenta de fragmentos desprendidos de las columnas que forman el esqueleto externo de la fachada. Esta ráfaga ametralla con furia los edificios colindantes, perfora terrados, muros y estructuras de aparcamientos, y pulveriza una pequeña iglesia ortodoxa bajo una lluvia de metal. Lanzas de acero vuelan por los aires de Manhattan ensartando desde rascacielos hasta líneas de metro y túneles subterráneos situados a profundidades de incluso diez metros, los aplasta y degolla tuberías de agua y gas.

En la escalera del piso 35 de la torre Norte, Rick Picciotto, segundo oficial en la cadena de mando del departamento de bomberos, ha oído ese mismo estruendo, un rugido como no ha conocido jamás en sus veintiocho años de servicio. En apenas unos instantes, todos y cada uno de los bomberos que en ese momento estaban en el interior de la torre Sur, ascendiendo la escalera para rescatar a las víctimas, acaban de morir. La torre se ha desplomado a una velocidad de doscientos kilómetros por hora, prácticamente en caída libre. Esos diez segundos han bastado para reducir el coloso a un espectro de humo que se sostiene en el aire como un espejismo, ocupando el vacío que la torre ha abandonado para siempre.

Aquellos con vida que están atrapados en los subterráneos se enfrentan a un laberinto de oscuridad y socavones mortales que se precipitan hacia los túneles del metro. Ese inmenso sarcófago está infestado de aire irrespirable y sepultado bajo una montaña de escombros, cuerpos y fuego. Más de uno preferiría haber muerto arriba, en la torre, a quedar atrapado en las tinieblas. Al rato, alguien propone formar una cadena humana para impedir que alguno de ellos caiga por los pozos mortales.
La idea encuentra apoyo. El instinto de supervivencia es lo único que los ilumina en la oscuridad. Se inicia un lento éxodo hacia la superficie.

9. CARRERA CONTRA LA MUERTE

Tan pronto como el segundo jefe de bomberos Rick Picciotto comprende lo que significa el colapso de la torre Sur, ordena a sus hombres en la torre restante que lo abandonen todo y salgan a toda prisa. En esos momentos, casi todos los civiles que estaban por debajo del piso 96 en el instante del impacto en la torre Norte han podido ser evacuados. Los bomberos ya no pueden salvar a nadie más, excepto a sí mismos. Cada segundo cuenta. Se baten en retirada apresurada, llevando consigo a los últimos supervivientes. Al llegar al piso 12, Picciotto abre una puerta para encontrarse con cerca de setenta personas ordenadamente sentadas a sus mesas de oficina. No se lo puede creer. Les grita que salgan de allí inmediatamente. Sólo entonces advierte las sillas de ruedas y las muletas: son minusválidos. Picciotto y sus hombres se apresuran a rescatar a los minusválidos y a llevarlos escaleras abajo como pueden, en brazos o a peso. Algunos consiguen llegar al vestíbulo y salir del edificio. Picciotto está todavía en el piso 5 cuando oye el terrible rugido de nuevo, pero, esta vez, sobre él y sus hombres. Veintinueve minutos después de que su gemela cayó para siempre, la torre Norte empieza a desplomarse sobre sus cabezas. Picciotto calcula que le quedan unos diez segundos de vida. Al instante, un huracán ensordecedor desciende del cielo a toda velocidad y arrastra a Picciotto y a sus hombres sin piedad escaleras abajo.

El diluvio de escombros aplasta ambulancias, camiones de bomberos, coches de policía, y los transforma en sábanas de metal catapultadas a cinco pisos de profundidad. En unos instantes, la estructura contigua del hotel Marriot se comprime de veintidós pisos a tres. Olas de aire a presión arrancan coches del pavimento y los lanzan por los aires. La onda expansiva destruye las ventanas de varias manzanas a la redonda, e inunda apartamentos y oficinas con una ventisca tóxica de cemento, cristal, metal y carne pulverizada. La energía generada por esos segundos de caída apocalíptica creará incendios que arderán en el corazón de las ruinas de la tragedia durante meses. Cuando Picciotto recobra el sentido, está sumergido en una oscuridad absoluta y no sabe si muerto o vivo. Trescientos cuarenta y tres de sus compañeros del departamento de bomberos ya no podrán hacerse esa pregunta. Aturdidos, Picciotto y algunos de sus hombres no sospechan que han sido salvados por un milagro. Mientras algunos habían conseguido ganar el vestíbulo de la torre, ellos iban rezagados a causa de una víctima que escoltaban, Josephine Harris, una abuela que había conseguido descender desde el piso 73. Al desplomarse los ciento diez pisos sobre ellos se ha formado milagrosamente una caverna de escombros que albergará a once personas. No pueden encender una cerilla porque el olor a gasolina los rodea. Tienen que esperar en la oscuridad. La espera puede ser de minutos, horas o eterna. Cuando finalmente sean rescatados y vean la luz de nuevo, comprenderán que deben la vida a haber intentado salvar a aquella pobre dama lenta y exhausta que apenas podía con su alma escaleras abajo. Si la hubiesen dejado atrás para huir a toda prisa, estarían muertos. Días después, los bomberos que han renacido de las cenizas gracias a esa frágil dama le regalarán una chaqueta de bombero decorada con un gran dragón verde, símbolo de su cuartel en Chinatown, y la siguiente inscripción: «Josephine, nuestro ángel de la guarda.»

10. HIJOS DEL 11 DE SETIEMBRE

Al caer la noche del 11 de setiembre de 2001 —el día más largo en la historia de Manhattan—, más de dos mil ochocientas personas habían perdido la vida. Entre ellas se encontraban bomberos, policías y ciudadanos de más de sesenta nacionalidades de todo el mundo. A día de hoy, la oficina del forense de Nueva York ha podido identificar a algo más de mil cien víctimas a partir de los casi veinte mil fragmentos de cuerpos encontrados entre las ruinas del World Trade Center.
Desde el primer momento, los familiares y allegados de muchos de los desaparecidos cubrieron la ciudad de carteles con fotografías y números de teléfono, suplicando información a quien hubiera podido verlos o saber de su paradero, quizá tan sólo de sus últimos minutos. Al año de la tragedia, la fisonomía de Nueva York, y tal vez de nuestra conciencia, ha quedado para siempre mutilada. En su desesperación, muchos han visto en esta explosión de odio y muerte la negación de nuestra humanidad más básica. Quizá todos hemos sentido esa tentación. Se me ocurre que tal vez ésa sea la mayor de las derrotas. Mientras recopilaba información para escribir esta historia, averigüé, casi por casualidad, que cuando se cumplían los nueve meses de aquel día fatídico, numerosas madres empezaron a llegar en masa a las maternidades de ese país y sobre todo de Nueva York. Una oleada de bebés concebidos en las horas que siguieron a la tragedia, nacidos del ansia, del miedo y la fuerza de vivir, llegaban al mundo. Si serán hijos de la tragedia o de la esperanza es algo que está en manos de todos y cada uno de nosotros.
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