Notas sobre hermetismo literario

Vicente Luis Mora
Crítico literario. España.
Director del Instituto Cervantes Albuquerque. Estados Unidos.

Quizá antes de ver la rentabilidad de las obras oscuras debiéramos hacer una distinción; dentro de esta rúbrica podemos hallar el hermetismo estricto, por el cual, mediante la dolosa complicación de significados y términos de por sí rebuscados o muy ambiguos, se llega a la confusión o complejidad semántica; y el estilo críptico, donde a pesar de la utilización de una línea clara y palabras llanas, el desorden estructural dificulta o imposibilita la comprensión: es una complejidad sintáctica (como en los casos de Sánchez Ferlosio o Peter Handke).


Esta voluntad de misterio, que otros han secundado, como Montale o el Diderot de "poetas, sed oscuros", no es desde luego nueva. Incorporo una carta de William Blake fechada en 1799 a un profesor que le achacaba su hermetismo:


Usted dice que yo quiero que alguien Dilucide mis Ideas. Pero debería saber que lo que es Grande es por necesidad oscuro... Que lo que puede hacerse Explícito... no merece mi atención. Los más sabios entre los antiguos consideraban a todo lo que no era demasiado Explícito como lo más apto para la instrucción, pues mueve las facultades a actuar.



Esta justificación me parece muy peligrosa. Por ella, La Gioconda de Leonardo queda constituida como obra de arte de referencia, pero no la Ultima cena, puesto que en ella no hay más misterio –por más que se empeñe Dan Brown– que el religioso, que no es artístico, sino místico. El Faro de Alejandría, a pesar de ser Grande, en cuanto daba luz, no era oscuro: conclusión, no era Grande. Esto en literatura es sólo un poco más difícil de desmontar, pero se puede. Démosle la vuelta a los mismos argumentos de Mallarmé: para él no tiene sentido un texto literario claro, que no provoque ensoñación en el lector ni le garantice el placer del desciframiento, del descubrimiento que para él suponía la lectura. La evidencia, decía, elimina el papel del lector: luego, concluyo, las ideas claras, prístinas y trasparentes, fáciles, no son literarias. Pero entonces nos encontramos con esta paradoja: si la idea literaria ya es obscura, se elimina el papel del escritor, porque no está creando nada: sólo juega al escondite con su idea, la aleja del lector medio, la disfraza de tules (cubre a la poesía desnuda de "no sé qué ropajes", trasladando la metáfora de J. R. Jiménez), y se queda para siempre latiendo en eso tan obscuro, valga la redundancia, del Misterio. Los misterios, todo el mundo lo sabe, sólo son comprobables por la fe. Es decir: de dar por válidas las tesis de Mallarmé, hay que creer en el poeta para asegurarse de que lo que hace es poesía, cuando tenía que suceder al contrario. Augusto Roa Bastos, siempre por delante a la hora de la reflexión, escribía: "el lenguaje escrito alberga la maldición de oscurecer lo que se busca revelar. La falsedad de la palabra escrita radica en querer ser el nombre de la cosa y la cosa misma"; se denuncia así la ingenuidad nominalista, ya aludida por Eco, que querer explicar la rosa con la palabra "rosa", dentro de los parámetros de Cratilo. No salva a Mallarmé el hecho de querer explicar la rosa renunciando a toda idea de rosa: el sistema está viciado desde el comienzo. Escribir, para él, sería el oficio de tinieblas al que se refería Cela, del que hablábamos de una forma muy distinta más arriba. Y, es sabido, en toda oscuridad se busca un Dios cuando no se sabe hacer fuego. Todo esto nos lleva a las miserables consecuencias de identificación escritura-religión que Milan Kundera denuncia en la crítica kafkiana. Este tipo de posturas literarias no me parecen serias: nadie puede decir que sólo el misterio es literatura, como nadie en sus cabales podría sostener que la literatura excluye el misterio. Hay un misterio fascinante en poetas como Rilke, Gimferrer, Joyce, el Alberti de Sobre los ángeles o Poe, que funciona, y no hay misterio ninguno, ni falta que les hace, en Pla, Walser (ahí hay absurdo, no arcano), Larra, Jorge Manrique, el Alberti de Marinero en tierra o los ensayos de Borges. En arte, cualquier generalización no es falsa, sino absurda.


Sin embargo, nadie nos libra de la tendencia periódica de algunos listillos a hacerse pasar por opacos para ganarse el asombro (volátil) del Parnaso. Tendencia que nada tiene de antinatural, si consideramos que ni más ni menos que Tácito decía que el espíritu humano tiende a creer con mejor voluntad en cosas oscuras. Por parte de algunos escritores, se ha entendido con graves consecuencias para su arte, que la prueba de las minorías era la del nueve en literatura: "demás que honra me ha causado hacerme oscuro a los ignorantes, que ésa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego; pues no se han de dar las piedras preciosas a animales de cerda". Esta frase durísima es de mi paisano Luis de Góngora, en carta de 1613 o 1614; en ella late el error de apartar al vulgo de la obra de arte, en vez de intentar ponerle en la ocasión de comprenderla, de ganarlo para la cultura. "Por ser más claro / no se es mejor poeta. / Por ser más oscuro, poeta, recuérdalo: / tampoco", decía Alberti. No pocos autores deliberadamente se constituyen en minoritarios a través del hermetismo. Esto tiene, sin embargo, un revés, cual es la posibilidad de encontrarse con la refutación absoluta ante el hecho hermético absoluto: así entiendo que ocurre con otra posible novela joyceana desde que Stanislaw Lem publicó su "Gigamesh" dentro de Vacío perfecto. Después de esa rotunda y jocosísima deconstrucción de la pedancia, ningún Pierre Menard podrá volver a escribir el Ulysses, o elaborar una obra de similares pretensiones, sin encontrarse de bruces con el espejo deformante del prodigioso escritor polaco. De todas formas, las obras herméticas, aunque no siempre funcionan como negocio (ni Joyce ni Valente son demasiado leídos, por desgracia), como márketing de talento siguen siendo una inversión estupenda.


Semanas después de escribir esto lo encuentro ni más ni menos que en Nietzsche: "la suerte de los escritores oscuros que el lector se extenúa sobre ellos y pone a su cuenta el placer que le produce su diligencia"[3]. Pues eso.


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[1] Como prueba irrefutable, bastará recordar el aserto de Tzara, en el Manifiesto dadaísta de 1918: “una obra comprensible es un producto de periodistas. (...) nos hacen falta obras fuertes, rectas, precisas, y, más que nunca, incomprensibles”.

[2] Compárese con esto de Cernuda: "la religión, cuya función en el hombre tiene una raíz no muy distinta de aquella de la poesía (...) habla y apela, en no pequeña parte, a lo que no es racional en el hombre" (Literatura y poesía, II; 1964).

[3] En el mismo sentido, Matthew Arnold: “Lo mismo ocurre con el investigador de los orígenes históricos de la poesía (...) se afana con exceso en lo menos bueno y propende a sobrestimarlo en proporción al trabajo que le ha costado”; Matthew Arnold, “El estudio de la poesía”, introducción a Los poetas ingleses (1880), en Poesía y poetas ingleses; Espasa Calpe, Buenos Aires, 1950, p. 22-3.

[1] En el mismo sentido, Matthew Arnold: “Lo mismo ocurre con el investigador de los orígenes históricos de la poesía (...) se afana con exceso en lo menos bueno y propende a sobrestimarlo en proporción al trabajo que le ha costado”; Matthew Arnold, “El estudio de la poesía”, introducción a Los poetas ingleses (1880), en Poesía y poetas ingleses; Espasa Calpe, Buenos Aires, 1950, p. 22-3.

La primera opacidad no sólo no es extraña a la idea de arte, sobre todo poético[1], sino que quizá late en el germen del mejor género; Colerigde dejó escrito que "la poesía gusta más cuando sólo se la comprende en general y no perfectamente". Pero el otro, perceptible experiencias como el Ulysses de Joyce, algunas partes de la obra de Mallarmé o T.S Eliot, la película de Kubrick 2001, una odisea del espacio, o la obra (salvas las distancias) de Lezama Lima, son manifestación palmaria del provecho que otorgan los hermetismos más rígidos. Cuanto más ambigua e inextricable sea una creación no sólo, frente a lo que se piensa, tendrá más difusión y polémica, sino que se le verán por lo corriente más virtudes que defectos, en cuanto los críticos preferirán excederse en los elogios antes de ser acusados de no haber comprendido el posible o imposible "mensaje" o sentido que encierren. Esta opacidad puede venir, como decía Mallarmé, de la incapacidad del lector (o crítico), o de la del creador. Se ha señalado hasta el infinito la oscuridad de Mallarmé como rasgo principal de su obra; oscuridad que él defendía como sentido último de sus textos, como apuesta necesaria en toda obra de arte: "sería caer en un trampa si eludiéramos este trabajo (...) Tiene que haber siempre enigma en poesía..." (Entrevista con Huret); "las religiones se repliegan bajo la protección de arcanos desvelados sólo a aquellos que son iniciados: el arte tiene los suyos" (Herejías artísticas[2]). La conexión con la religión no es baladí para interpretar la voluntad de Mallarmé, dentro de la cual podría estar, aunque no es este el momento de estudiarla, una decidida intención de constituir a la poesía en una auténtica religión hermética, para sustituir el gastado mito cristiano: recordemos que Jung (Psicología y alquimia, 1943) escribió: “es una cosa extraña, pero la paradoja es uno de los máximos bienes espirituales; la claridad, en cambio, es signo de debilidad”.
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