Thomas Michael Disch (2 de febrero de 1940 - 4 de julio de 2008), fue un escritor estadounidense de ciencia ficción y poeta. Ha sido nominado para los premios Hugo y Nebula en multitud de ocasiones.

Disch nació en Des Moines, Iowa. Empezó a publicar en revistas de ciencia ficción en torno a los años 60 y su primera novela, Los genocidas, apareció en 1965. Enseguida se le reconoció como parte de la Nueva ola (New Wave), gracias a sus colaboraciones en New Worlds y otras publicaciones similares. Sus novelas mejor valoradas por la crítica en aquella época fueron Campo de concentración y 334. En los años 80 cambió la ciencia ficción por la novela de terror, firmando títulos como El ejecutivo, entre otros.

En 1999 ganó el premio Hugo para la mejor obra de no ficción por el ensayo The Dreams Our Stuff Is Made Of, así como el premio Locus. Entre sus otros trabajos de no ficción se pueden encontrar críticas de ópera y teatro para el The New York Times, The Nation y otros periódicos. Además, ha publicado numerosos libros de poesía.

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CARRUSEL

Por muchas veces que el señor Martín volara de uno a otro lado del país, nunca dejaba de maravillarse, en el momento de la llegada de no estar más allí, sino aquí, a un continente de distancia. No era el vuelo como tal, lo que le sorprendía. A la edad de cincuenta y siete años había terminado por preferir un asiento de pasillo a uno de ventanilla, , Ya no se sentía hipnotizado por las maravillas de las grandiosas geometrías de las granjas y las autopistas, y ni siquiera por los brillantes campos de cúmulos en el cielo. No, era simplemente la idea de haber llegado tan lejos en tan corto espacio de tiempo, un poco más de cinco horas. Eso era lo que le sorprendía.
Cierto que la larga espera alrededor del carrusel de equipajes le a daba uno el tiempo suficiente para efectuar la descompresión del sentido del asombro. Ahora, los pasajeros llevaban ya quince minutos alrededor de la cuadrada abertura de aluminio por la que saldrían los equipajes, empujándose para conseguir una buena posición, en espera de la liberación del aeropuerto. Y seguía sin salir una sola maleta. El señor Martín, aunque siempre acostumbrado a ser tratado como pasajero de primera clase, se resignó a una larga espera, Y tomó posesión de un asiento de plástico de color naranja desde donde podía observar la rampa transportadora que alimentaba el carrusel. En el instante en que se sentó la rampa se puso en movimiento Y Poco después surgió a la vista la primera maleta. No era la suya claro; eso habría sido tener demasiada fortuna, aunque en cierta ocasión, hacía ya muchos años, ganó en aquella forma peculiar de ruleta: su maleta fue la primera en salir por la rampa. "¡Bingo! ¡Bravo! ¡Hurra!", pensó hasta que llegó a su hotel y descubrió que alguien le había robado. Alguien se había llevado todas sus corbatas. Nada más, sólo las corbatas. En realidad, fue todo un cumplido. No se quejó. ¿De qué le habría servido?
Una joven de rasgos extraordinariamente hermosos y de un rubio casi sobrenatural, se sentó a su lado y dijo:
-¿Descansa usted bien?
-Oh, en realidad no estaba dormido -contestó-. Sólo me defiendo contra esa película. Pobre Jason Robards, que haya tenido que aceptar ese papel... Creo que las líneas aéreas deben escoger deliberadamente las películas más aburridas. Como un forma de anestesia, ya sabe.
Ella asintió con un gesto. Su milagroso pelo osciló lánguidamente. Nadie podría haberse resistido a comprar cualquier champú que hubiera sido anunciado por aquel pelo.
-Aunque eso no lo conseguirían pasando un película como El hundimiento del Titanic -siguió diciendo ella-. Puede que no haya icebergs a un altura de tres mil metros, pero la ansiedad es la misma, ¿verdad? Lo mismo da pensar en hundirse que en estrellarse.
-Oh, yo preferiría estrellarme. Ahogarse debe de ser algo terrible.
Ahora, una permanente procesión de maletas, intercaladas con alguna que otra caja de cartón atada o saco de viaje, se tambaleaba rampa abajo, hacia las manos dispuestas de quienes las esperaban, en la base del carrusel. Predominaban las maletas de nylón o de lona, con nervaduras de vinilo. Diez años antes lo más habitual habían sido las maletas moldeadas. Ahora, en cambio, las Sansonite eran casi tan raras como las maletas de cuero a las que habían desplazado. ¿Cuál sería el siguiente paso evolutivo? Quizá maletas de plástico, cada un de ellas embutida en su propio carapacho (suministrado por la compañía aérea)..., todo un mundo de maletas para damas y caballeros. Eso presupondría que serían impermeables a las arrugas. Probablemente serían maletas de poliéster, y de paja para las ocasiones más formales.
El. grupo de gente que había alrededor del carrusel comenzaba a disminuir y, por entre las piernas de quienes esperaban, el señor Martin pudo ver las lentas revoluciones de los bultos que aún no habían sido retirados. un inmenso baúl era el mayor de todos, como un elefante solitario en un tiovivo. ¡Cuánto debería de haber costado por exceso de equipaje! Aquí volvía otra vez, seguido patéticamente por un pequeña y vieja maleta de cartón que había sido mortalmente perforada.
Nuevas maletas aparecieron al principio de la cinta, bajaron por la rampa y, ante la mirada atenta de los pasajeros que esperaban, se introdujeron en los espacios vacíos del carrusel. La ruleta no era un comparación correcta para este juego, puesto que nadie ganaba jamás. Más bien todo el mundo ganaba algo, marchándose con un premio que ya le pertenecía con anterioridad.
El brazo de un pivote surgió ante el baúl, apartándolo del carrusel y dirigiéndolo hacia una carretilla. La maleta perforada ya había desaparecido y el señor Martin sintió no haber asistido al pequeño drama de su descubrimiento.
-Ahora ya no quedan muchas -comentó la joven sentada a su lado.
-Cierto, pero aún no veo la mía. Miró su reloj y, ante su sorpresa, descubrió que se había detenido a las tres quince, en el momento en que había cambiado el horario, adaptándolo de la costa Oeste a la costa Este. Apretó con firmeza el vástago y el segundero empezó a moverse.
Permaneció sentado, a la espera. El carrusel giraba, y de vez en cuando aparecía un pasajero (¿dónde había estado durante tanto tiempo? ¿En las salas de espera? ¿En el bar? ¿En las cabinas telefónicas?), para recoger una de las maletas que quedaban. Hasta que, finalmente, el carrusel quedó vacío. Aun así, continuó girando. Cuatro desamparados pasajeros sin equipaje se habían agrupado al pie de la rampa. Parecían cazadores a la espera de los patos, miraban con gran intensidad la rampa de salida de los equipajes, deseando que el suyo apareciera de una vez.
-¿Ha tenido un vuelo agradable? -le preguntó la rubia, decidida sin duda a controlar su impaciencia mediante la charla.
¿Y por qué no?, pensó él. Al fin y al cabo, todos ellos estaban en el mismo barco.
-¿Agradable? Yo no diría tanto. No es que haya sido desagradable, pero incluso decir que ha sido normal sería sobreestimar la cuestión. Yo diría que inmemorable. Completamente inmemorable. La cena, por ejemplo. No tengo ni el más ligero recuerdo de lo que he cenado. ¿Era pollo? ¿O carne de ternera con esas insípidas y pequeñas patatas hervidas?
-Debe usted de viajar mucho.
-He ido de un lado a otro muchas más veces de las que me importa recordar.
Entonces apareció un maleta al principio de la rampa.
-¡Por fin! -exclamó uno de los pasajeros que esperaban al pie.
Hubo una maleta para cada uno de los cuatro pasajeros que esperaban, pero ninguna para el señor Martin. La cinta transportadora se detuvo, y el propio carrusel fue apagado.
-¡Maldición! -exclamó.
La joven sonrió de la forma en que uno suele hacerlo cuando sabe un chiste que no está dispuesto a contar. Eso le extrañó a él más que la pérdida de su equipaje (pues había supuesto ya que se había perdido): el hecho de que ella reaccionara tan fríamente ante la situación.
-Bueno... ¿y ahora qué? -preguntó él con un tono de queja.
-Oh, eso depende de usted. ¿Le apetece tomar un copa en el bar?
-¡Un copa! -exclamó, maravillado-. ¿Es que no le preocupa que se haya perdido su equipaje? ¡Quizá para siempre!
-Exactamente..., para siempre. Aunque no mi equipaje, señor Martin. Me temo que sólo se trata del suyo. Sólo estoy aquí para saludarle.
-No diga tonterías.
-Vamos, vamos, señor Martin. Sin duda alguna ya debe de habérsele ocurrido. Está usted muerto y ha pasado... a la Otra Parte.
Ahora que ella lo decía le pareció algo bastante razonable. El único problema consistía en que no podía recordar haberse muerto.
-¿Cuándo he muerto? ¿Mientras veía la película? Le juro que sólo cerré los ojos un momento.
-Oh, no ha sido en este vuelo, señor Martin. Hace años, muchos años que murió usted. Exactamente en el vuelo 731 de Los Angeles a Nueva York.
-¿Y esto es... el cielo? -preguntó mirando a su alrededor, hacia el amplio espacio vacío.
Ella suspiró de un modo bastante agradable.
-No, no es el cielo. Pero tampoco es el infierno. No hizo usted nada como para enviarle allí. Afortunadamente.
-¿Dónde estoy entonces?
-En el limbo. Y el bar está cerrado.
-¿El limbo?
-¿No ha oído hablar nunca del limbo?
-Vagamente. Pero nunca creí que existiera. En realidad, no creía que hubiera ninguna clase de vida después de la muerte. Mis padres eran agnósticos.
Ella suspiró y asintió con un gesto, y volvió a sonreír, con un expresión condescendiente. Él se dio cuenta de que era la clase de criatura que, en el mundo de los vivos, habría salido al paso de los viajeros, tratando de venderles un disco de su guru. Y, extrañamente, eso no pareció importarle. Debería de haber sentido al menos extrañeza, o alarma, o asombro, pero en realidad ninguna de aquellas emociones parecía estar presente en su ánimo.
-Bien -dijo él-. De modo que esto es el limbo. ¿Y ahora qué?
-Ahora pase a través de esa puerta -dijo ella, señalando-, y espere en la cola.
La cola pareció durar una eternidad, pero él no tenía ninguna prisa especial, y no le importó. Al fin, cuando llegó ante el mostrador, la azafata le preguntó si deseaba estar en la sección de fumadores o en la de no fumadores.
-No fumadores, por favor. Y, si es posible, prefiero un asiento de pasillo.
Ella tecleó su petición en el teclado de la computadora, y a continuación anotó su número de asiento en la tarjeta de embarque de color azul. Después le dirigió hacia la Puerta 32.
Mientras caminaba por el largo pasillo hacia la sala de espera, se preguntó qué película proyectarían en aquella ocasión. Confiaba en que no fuera El salvamento del Titanic. Esa ya la había visto antes.

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