Isaac Asimov nació en 1920 en la Unión Soviética. Sus padres emigraron a Estados Unidos cuando él apenas tenía tres años. El propio Isaac consiguió la ciudadanía americana a la edad de ocho.

Criado en Nueva York, concretamente en Brooklyn, se educó en sus escuelas públicas, completando sus estudios superiores en la Universidad de Columbia, en la especialidad de Bioquímica, hasta conseguir el doctorado por la Universidad de Boston, siendo el mismo Catedrático de Bioquímica.

Mucho antes, a los nueve años, descubrió la ciencia-ficción en los pulp que su padre vendía en la pequeña tienda de golosinas que regenteaba en Brooklyn. Cuenta el propio Asimov que aquellas eran lecturas prohibidas, puesto que su padre consideraba aquellas publicaciones de una calidad ínfima.

A los once años empezó a escribir sus propias historias, y a los dieciocho, hecho un manojo de nervios, se decidió a presentar su primer relato a J. W. Campbell. Fué rechazado. Pero sólo cuatro meses después consiguió vender su primera historia, y así continuó hasta el día de su muerte.

En 1941, escribió el relato, ya clásico, ANOCHECER. Poco antes había empezado a publicar sus HISTORIAS DE ROBOTS, en las que introdujo las famosas tres leyes de la robótica, y, poco después, siguiendo la pauta de DECADENCIA Y CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO, comenzó su serie de la FUNDACIÓN.

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COSAS DE NIÑOS


Pasada la primera punzada de náusea, Jan Prentiss dijo:
—¡Maldita sea...! ¡No eres más que un insecto!
Se trataba de la confirmación de un hecho, no de un insulto. La cosa que se posaba sobre el escritorio de Prentiss respondió:
—Desde luego.
Tenía unos treinta centímetros de longitud. Muy delgado, parecía la diminuta caricatura de un ser humano. Sus articulados brazos y piernas nacían a pares en la parte superior de su cuerpo, las segundas más largas y gruesas que los primeros, extendiéndose a lo largo del cuerpo y plegándose hacia delante en la rodilla.
La criatura se apoyaba sobre estas rodillas, y el extremo de su velloso abdomen asomaba sobre el escritorio de Prentiss.
Este tuvo tiempo sobrado para reparar en todos los detalles, pues el objeto no ponía objeción alguna al examen. Al contrario, se mostraba complacido, como si estuviera acostumbrado a despertar admiración.
—¿Quién eres? —preguntó Prentiss, dudando de su propia racionalidad.
Cinco minutos antes, sentado ante su máquina, trabajaba pausadamente en el cuento que había prometido al editor Horace W. Browne para el número mensual de la Farfetched Fantasy Fiction. Se sentía muy bien, en perfecta forma.
Y de pronto, había vibrado una ráfaga de aire justo a la derecha de la máquina de escribir, remolineando y condensándose luego en el pequeño horror que columpiaba sus negros y relucientes pies al borde de la mesa escritorio.
Prentiss se preguntó distraído cómo iba a contarlo más tarde. Era la primera vez que su profesión afectaba tan crudamente a sus sueños. Tenía que ser un sueño, se dijo.
—Soy un avaloncio —habló el pequeño ser—. En otras palabras, soy de Avalon.
Su diminuto rostro acababa en una boca de tipo mandibular. Los ojos tenían irisaciones de múltiples tonalidades, y sobre cada ojo emergían dos ondeantes antenas de unos siete centímetros y medio de largo. No presentaba muestra alguna de nariz.
Pues claro que no, pensó Prentiss aturdido. Sin duda respira a través de orificios situados en el abdomen. En consecuencia, tal vez hablase con el abdomen. O quizá emplease la telepatía.
—¿Avalon? —repitió estúpidamente, y pensó: «¿Avalon? ¿El país de las hadas en tiempos del rey Arturo?»
—Eso es —dijo la criatura, respondiendo con afabilidad a su pensamiento—. Soy un elfo.
—¡Oh, no!
Prentiss se llevó las manos a la cara, las volvió a apartar y comprobó que el elfo seguía en el mismo sitio, aporreando con los pies el cajón superior del escritorio. Prentiss no era aficionado a la bebida, ni tampoco persona nerviosa. De hecho, sus vecinos le consideraban un tipo muy prosaico. Poseía un vientre respetable, una cantidad de pelo razonable pero no excesiva sobre su cabeza, una esposa cariñosa y un espabilado hijo de diez años. Desde luego, sus vecinos ignoraban que pagaba la hipoteca de su casa escribiendo fantasías de diversos tipos.
Sin embargo, hasta ahora su vicio secreto no le había afectado la mente. Claro que su mujer solía menear la cabeza al referirse a su afición. Opinaba que con eso desperdiciaba y hasta prostituía su talento.
—¿Quién va a leer ese tipo de cosas? —le decía—. Todas esas zarandajas sobre demonios, gnomos, anillos mágicos, duendes, trasgos... ¡Todas esas chiquilladas, si quieres mi sincera opinión...!
—Estás en un completo error —replicaba Prentiss con engallada tiesura—. Las modernas fantasías son muy sofisticadas, elaborados tratamientos de motivos populares. Tras la fachada de la voluble y locuaz irrealidad, subyacen con frecuencia tajantes comentarios sobre el mundo de hoy. La fantasía al estilo moderno constituye esencialmente un alimento para adultos.
Blanche se encogía de hombros. Tales comentarios no suponían nada nuevo para ella.
—Además —añadía él—, gracias a esas fantasías pagamos la hipoteca, no lo olvides.
—Tal vez —replicaba ella—. Pero sería mejor que te dedicaras a las novelas de misterio. Así, al menos, venderías hasta cuatro ediciones e incluso nos permitiríamos confesar a los vecinos lo que haces para vivir.
Prentiss gimió para sus adentros. Si Blanche entrase en aquel momento y le encontrase hablando solo (resultaba demasiado real para un sueño; por fuerza, se trataba de una alucinación)..., se vería obligado a escribir novelas de misterio de por vida.., o a dejar su trabajo.
—Te equivocas por completo —habló el elfo—. No se trata ni de un sueño ni de una alucinación.
—¿Por qué no te marchas entonces?
—Eso me propongo. Este lugar no corresponde a mi ideal de vida. Y tú vendrás conmigo.
—¿Quién, yo? Ni hablar. ¿Quién diablos crees que eres para decirme lo que he de hacer?
—Si piensas que ésa es una manera respetuosa de hablar a un representante de una cultura más antigua, habría mucho que decir respecto a tu educación.
—Tú no representas a una cultura más antigua...
Le hubiera gustado añadir: «No eres más que un producto de mi imaginación». Pero había sido escritor durante demasiado tiempo como para decidirse a utilizar semejante tópico.
—Nosotros, los insectos —adujo glacialmente el elfo—, existíamos medio billón de años antes de que se inventase el primer mamífero. Vimos aparecer a los dinosaurios y los vimos desaparecer. En cuanto a vosotros, los seres humanos... no sois más que unos recién llegados.
Por primera vez, se fijó Prentiss en que en el lugar de donde emergían los miembros del elfo, se advertía un tercer par atrofiado, lo cual intensificaba la «insecticidad» del objeto. La indignación de Prentiss aumentó.
—No necesitas desperdiciar tu compañía con inferiores sociales —dijo.
—No lo haría —replicó el elfo—, pero la necesidad obliga a veces, ya sabes. Se trata de una historia bastante complicada. Sin embargo, cuando la hayas oído, desearás cooperar.
Prentiss se agitó inquieto.
—Mira, no dispongo de mucho tiempo. Blanche..., mi mujer, aparecerá por aquí de un momento a otro. Y se asustará.
—No vendrá. He bloqueado su mente.
—¿Qué?
—Algo completamente inofensivo, te lo aseguro. Pero después de todo, no podíamos permitir que nos molestasen, ¿verdad?
Prentiss volvió a sentarse en su silla, sintiéndose aturdido y desamparado.
El elfo prosiguió:
—Los elfos comenzamos nuestra asociación con vosotros, los seres humanos, inmediatamente después de que se iniciase la última era glacial. Como puedes imaginarte, aquélla fue una época desdichada para nosotros. No disponíamos de caparazones como algunos animales, ni podíamos vivir en madrigueras como hicieron vuestros toscos antecesores. Mantenernos calientes precisaba de increíbles cantidades de energía psíquica.
—¿Increíbles cantidades de qué?
—De energía psíquica. Tú no conoces nada de todo eso. Tu mente es demasiado burda para captar el concepto. Por favor, no interrumpas... La necesidad nos condujo a experimentar con los cerebros de tus congéneres. Imperfectos, pero de gran tamaño. Las células eran ineficaces, casi inútiles, pero había gran número de ellas. Usamos esos cerebros como aparatos de concentración, una especie de lente psíquica, incrementando así la energía disponible que nuestras propias mentes destilaban. Sobrevivimos a dicha era glacial gracias a nuestro ingenio, sin necesidad de retirarnos a los trópicos como en eras glaciales precedentes. Desde luego, nos echamos a perder. Al volver el calor, no abandonamos a los seres humanos. Seguimos utilizándolos para aumentar, en general nuestro nivel de vida. Viajábamos más rápidamente, comíamos mejor, hacíamos más cosas. Perdimos para siempre nuestro antiguo, simple y virtuoso sistema de vida. Y luego, estaba también la leche.
—¿La leche? —exclamó Prentiss—. No veo la relación.
—Un líquido divino. Sólo la probé una vez en mi vida. Pero nuestra poesía clásica habla de ella en tonos superlativos. En los viejos días, los hombres nos abastecían de ella en gran cantidad. Por qué los mamíferos de todas clases eran bendecidos con ella y no los insectos constituye un completo misterio... ¡Qué gran desgracia que los seres humanos nos abandonaran!
—¡Ah! ¿Os abandonaron?
—Hace doscientos años.
—Bien por nosotros.
—No seas mezquino —le reconvino el elfo con severidad—. Fue una asociación útil para ambas partes, hasta que vosotros aprendisteis a manejar las energías físicas en cantidad. Precisamente el tipo de gran hazaña de que vuestras mentes son capaces.
—¿Y qué hay de malo en ello?
—Es difícil de explicar. Era estupendo para nosotros iluminar nuestras fiestas nocturnas con luciérnagas cuya luz sosteníamos gracias a la energía psíquica de dos «hombres de vapor». Pero entonces vosotros, las criaturas humanas, instalasteis la luz eléctrica. Nuestra recepción a través de las antenas que poseemos alcanza a kilómetros de distancia, y vosotros inventasteis el telégrafo, el teléfono y la radio. Nuestros gnomos extraían el mineral con mucha mayor eficacia que los seres humanos, hasta que vosotros descubristeis la dinamita. ¿Me sigues?
—No.
—Seguramente no esperarás que unas criaturas sensitivas y superiores como los elfos, se resignasen a que un grupo de peludos mamíferos les sobrepasase. No hubiera sido tan malo de haber logrado imitar el desarrollo electrónico, pero nuestras energías psíquicas se mostraron insuficientes al respecto. Bueno, acabamos por apartarnos de la realidad. Nos marchitamos, languidecimos y decaímos. Llámalo si quieres complejo de inferioridad, pero desde hace dos siglos fuimos abandonando lentamente al género humano y nos retiramos a centros como Avalon.
Prentiss pensaba a toda velocidad.
—Pongamos las cosas en claro. ¿Podéis manejar nuestras mentes?
—Desde luego.
—¿Puedes hacerme creer que eres invisible? Hipnóticamente, quiero decir...
—Una burda expresión... pero sí.
—Y hace un momento cuando apareciste, alzaste una especie de bloqueo mental, ¿no es eso?
—Responderé a tus pensamientos, más que a tus palabras: no estás durmiendo, no estás loco y no soy ninguna entidad sobrenatural.
—Sólo trataba de asegurarme. Conjeturo pues que puedes leer en mi mente.
—En efecto. Una labor más bien sucia y muy poco agradable, pero lo hago cuando debo hacerlo. Tu nombre es Prentiss y te dedicas a escribir relatos fantásticos. Tienes una larva que, en este momento, se encuentra en el lugar donde las instruyen. Sé mucho sobre ti.
—¿Y dónde se encuentra exactamente Avalon?
—Nunca lo hallarías. —El elfo castañeteó sus mandíbulas dos o tres veces—. Y no especules sobre la posibilidad de prevenir a las autoridades. Te meterían en un manicomio. Sin embargo, por si crees que el conocimiento puede servirte de algo, Avalon se encuentra en medio del Atlántico y resulta totalmente invisible. Desde que inventasteis el barco de vapor, los seres humanos os movéis de modo tan irracional, que nos hemos visto obligados a guarecer toda la isla bajo un escudo psíquico. Desde luego, tienen que producirse incidentes. En cierta ocasión, una nave inmensa y bárbara chocó contra nosotros. Se precisé de toda la energía psíquica de la población entera para dar a la isla la apariencia de un iceberg. «Titanic» creo que era el nombre pintado en la nave. Y en nuestros días, los aviones nos sobrevuelan sin parar y, a veces, algunos de ellos se estrellan en nuestro suelo. En cierta ocasión, recogimos un cargamento de botes de leche. Fue entonces cuando la probé.
—Bien, pero... ¡Maldita sea! ¿Por qué no sigues entonces en Avalon? ¿Por qué lo abandonaste?
—Me lo ordenaron —respondió con enojo el elfo—. ¡Los muy imbéciles!
—¿Cómo dices?
—Ya sabes lo que sucede cuando uno es algo diferente. No soy como el resto de ellos, y los pobres imbéciles, apegados a la tradición, lo tomaron a mal. Pura envidia. Ésa es la verdadera explicación. ¡Envidia!
—¿Y en qué sentido eres diferente?
—Dame esa bombilla. Basta con que la desenrosques. No necesitas una lámpara para leer durante el día.
Prentiss obedeció. Con un estremecimiento de repulsión, depositó el objeto en las pequeñas manos. Cuidadosamente, los dedos del elfo, tan tenues y alargados que parecían zarcillos, abarcaron la base de latón.
El filamento de la bombilla enrojeció poco a poco.
—¡Santo Dios! —exclamó Prentiss.
—Ese es mi gran talento —manifestó con orgullo el elfo—. Ya te he dicho que los elfos nunca habían logrado adaptar la energía psíquica a la electrónica. Yo sí lo he conseguido. Porque no soy un elfo vulgar, sino un mutante. ¡Un superelfo! Correspondo al estadio siguiente de nuestra evolución. Mira, esta luz se debe exclusivamente a la actividad de mi propia mente. Observa lo que ocurre cuando empleo la tuya como foco.
Y al decirlo, el filamento de la bombilla se tornó incandescente hasta resultar penoso para la vista, mientras que una sensación vaga, cosquilleante pero no desagradable, penetraba en el cráneo de Prentiss.
La bombilla se apagó, y el elfo la dejó sobre el escritorio, detrás de la máquina de escribir.
—No lo he intentado todavía —manifestó ufano—, pero creo que puedo también fisionar el uranio.
—Sí, pero..., mantener una bombilla encendida requiere energía. ¿Cómo vas a mantenerla...?
—Ya te he hablado de la energía psíquica. ¡Gran Oberon! Trata de comprenderlo, humano.
Prentiss se sentía cada vez más inquieto. Preguntó con cautela:
—¿Y en qué pretendes emplear ese don que posees?
—Volveré a Avalon, desde luego. Debería dejar a aquellos imbéciles que corrieran a su ruina, pero un elfo ha de tener cierto patriotismo, aun siendo un coleóptero.
—¿Un qué?
—Nosotros, los elfos, no formamos en absoluto una especie... Yo desciendo del escarabajo, ¿sabes?
Se puso en pie sobre el escritorio y volvió la espalda a Prentiss. Lo que había parecido una simple cutícula negra y reluciente se abrió y se alzó de pronto, emergiendo dos alas membranosas y veteadas.
—¡Ah! ¿Puedes volar?
—Se precisa ser un verdadero sandio para no darse cuenta de que peso demasiado para volar —dijo desdeñoso el elfo—. Pero son atractivas, ¿verdad? ¿No te gusta su iridiscencia? Comparadas con ellas, las alas de los lepidópteros resultan desagradables. Chillonas y poco delicadas. Más aún, siempre las tienen al descubierto.
—¿Los lepidópteros? —exclamó Prentiss, sumido ya en una total perplejidad.
—Sí, del clan de las mariposas. Unos petulantes. Pavoneándose a la vista de los humanos para que los admiren. Espíritus mezquinos, en cierto modo. Por eso vuestras leyendas prestan siempre a las hadas alas, de mariposa, en vez de escarabajo, pese a ser éstas mucho más bellas y diáfanas. Daremos a los lepidópteros lo que se merecen, cuando volvamos, tú y yo.
—Oye...
—Piensa en nuestras orgías nocturnas sobre el césped mágico... Un fulgor de destellante luz, brotando de ensortijamientos de tubos de neón —atajó el elfo, moviéndose pendularmente en lo que parecía el éxtasis propio de su especie—. Despediremos a los enjambres de avispas que uncimos a nuestros carros volantes e instalaremos en su lugar motores de combustión interna. Dejaremos de acurrucarnos en hojas cuando llega la hora de dormir y construiremos fábricas para producir colchones decentes. Te lo aseguro, viviremos... Y los demás tendrán que comer basura por haberme expulsado.
—¡Pero yo no puedo acompañarte! —baló Prentiss—. Tengo mis responsabilidades... Me debo a mi mujer y a mi hijo. No pretenderás arrancar a un hombre de sus... de sus larvas, ¿no?
—No soy cruel —respondió el elfo, posando su mirada sobre Prentiss—. Tengo un alma sensible, como corresponde a mi condición. Sin embargo, ¿qué alternativa me queda? He de disponer de un cerebro humano para el enfoque, de lo contrario no lograría nada. Y no todos los cerebros humanos son idóneos.
—¿Por qué no?
—¡Gran Oberon, criatura! Un cerebro humano no es algo pasivo, de madera o de piedra. Tiene que cooperar. Y únicamente cooperará si se da cuenta cabal de nuestra facultad de duendes para manipularlo. Por ejemplo, tu cerebro me vale, pero el de tu mujer me resultaría inservible. Me llevaría años hacerle comprender quién y qué soy.
—¡Eso es un maldito insulto! —protestó Prentiss—. ¿Pretendes decirme que creo en hadas y duendes? Pues quiero que sepas que soy un racionalista integral.
—¿Ah, sí? Cuando me revelé a ti, pensaste ligeramente en sueños y alucinaciones, pero me hablaste, me aceptaste. Tu mujer habría chillado y caído en un ataque de histeria.
Prentiss quedó silencioso. No se le ocurría respuesta alguna.
—Ahí está el problema —dijo desalentado el elfo——. Prácticamente todos los humanos os habéis olvidado de nosotros desde que os abandonamos. Vuestras mentes se han cerrado, convirtiéndose en inútiles. Desde luego, vuestras larvas creen en las leyendas sobre el «pueblo diminuto», pero sus cerebros están aún subdesarrollados y sólo son aptos para procesos sencillos. Cuando maduran, pierden la creencia. Francamente, no sé qué haría si no fuese por vosotros, los escritores de relatos fantásticos.
—¿A qué te refieres con eso de escritores de relatos fantásticos?
—Sois los pocos adultos que siguen creyendo en el pueblo de los insectos. Y tú, Prentiss, el que más de todos. Te has dedicado a escribir relatos fantásticos por espacio de veinte años.
—Estás loco. No creo en las cosas que escribo.
—Sí que crees. No puedes remediarlo. Quiero decir que, mientras escribes, te tomas muy en serio el tema que tratas. Y con el tiempo, tu mente ha aprendido de manera natural la utilidad... ¡Bah! ¿A qué discutir? Ya te he utilizado. Viste iluminarse la bombilla. Así pues, debes venir conmigo.
—Pero es que no quiero. —Prentiss se apartó obstinado—. ¿Vas a imponerte a mi voluntad?
—Podría hacerlo. Sin embargo, corro el peligro de hacerte daño, cosa que no deseo. Por ejemplo, en caso de que no accedas a venir, haría pasar una corriente eléctrica de alto voltaje a través de tu mujer. Me repugnaría muchísimo verme obligado a ello, pero según tengo entendido tus propios congéneres ejecutan así a los enemigos públicos, de manera que sin duda hallarías el castigo menos horrible que yo. No desearía parecer brutal ni siquiera a los ojos de un humano.
Prentiss sintió que el sudor perlaba el corto pelo de sus sienes.
—Espera —dijo—, no hagas nada de eso. Examinemos la cuestión.
El elfo extendió sus membranosas alitas, las agitó y volvió a plegarias.
—Hablar, hablar, hablar... ¡Qué agotador! Seguramente tendrás leche en casa. No eres un anfitrión muy atento. De lo contrario, me habrías ofrecido algo para refrescarme.
Prentiss traté de enterrar el pensamiento que acababa de ocurrírsele, de apartarlo en lo posible de la superficie de su mente. Dijo, como al azar:
—Tengo algo mejor que leche. Iré a buscarlo.
—Quédate donde estás. Llama a tu mujer. Ella lo traerá.
—Pero no quiero que te vea... Se asustaría.
—No te preocupes por eso —repuso el duende—. La manejaré de tal modo que no se turbará lo más mínimo.
Prentiss levantó el brazo.
—Un ataque por tu parte resultaría siempre más lento que la corriente eléctrica con que heriría a tu mujer.
El brazo de Prentiss descendió. Se encaminé a la puerta de su despacho, llamando desde ella:
—¡Blanche!
La vio abajo, en la salita de estar, sentada en el sofá próximo a la librería. Parecía dormir con los ojos abiertos. Prentiss se volvió hacia el duende:
—Creo que le pasa algo...
—Está sólo en estado de relajación. Te oirá. Dile lo que ha de hacer.
—¡Blanche! —volvió a llamar Prentiss—. Trae la jarra del ponche y un vaso pequeño, ¿quieres?
Sin otra señal de vida, a excepción del simple movimiento, Blanche se puso en pie y desapareció de su vista.
—¿Qué es ponche? —preguntó el elfo.
Prentiss simuló entusiasmo.
—Una mezcla de leche, azúcar y huevos, batida hasta que toma una deliciosa consistencia. La leche no es más que una pócima comparada con esto.
Blanche entró con el ponche. Su lindo rostro aparecía inexpresivo. Sus ojos se volvieron hacia el elfo, pero no se iluminaron con el brillo de la comprensión.
—Aquí lo tienes, Jan —dijo.
Y se sentó en la vieja butaca de cuero situada junto a la ventana, con las manos desmadejadas sobre el regazo. Prentiss la contempló inquieto por un instante.
—¿Vas a dejarla aquí? —preguntó al elfo.
—Sí, así será más fácil de controlar... Bien, ¿no vas a ofrecerme ese ponche?
—¡Ah, sí, desde luego! Aquí lo tienes.
Vertió el blanco y espeso liquido en el vaso de cóctel. Dos noches antes, había preparado cinco botellas para los chicos de la New York Fantasy Association, y lo había regado generosamente con alcohol, sabiendo que así era como les gustaba.
Las antenas del elfo se agitaron con violencia.
—¡Un aroma celestial! —musitó.
Enlazó con los extremos de sus delgados brazos el pie de la pequeña copa y la alzó hasta su boca. El nivel del liquido descendió. Una vez llegado a la mitad, bajó el vaso, suspirando.
—¡Oh, lo que se ha perdido mi pueblo! ¡Qué creación! ¿Cómo puede existir algo semejante? Nuestros historiadores cuentan que, en tiempos muy antiguos, un duende excepcionalmente feliz se las apañé para ocupar el puesto de una larva humana recién nacida, disfrutando así del liquido fresco. Sin embargo, no creo que ni siquiera él probara nada semejante a esto...
Prentiss preguntó con un asomo de interés profesional:
—Así que ésa es la idea que subyace bajo todas esas historias de sustitución de niños, ¿eh?
—Exactamente. La hembra humana posee un gran don. ¿Por qué no aprovecharlo?
El duende volvió la vista al escote de Blanche y suspiré de nuevo. Prentiss le instó (no con demasiada avidez, sino con cierta condescendencia):
—Puedes beber cuanto quieras.
También él contempló a Blanche, en espera de que diese alguna muestra de animación, síntoma de que el control del elfo empezaba a disminuir.
—¿Cuándo regresa tu larva del lugar de instrucción? La necesito —dijo éste.
—Pronto, pronto —respondió nervioso Prentiss.
Consultó su reloj de pulsera. En realidad, su hijo Jan estaría de vuelta en unos quince minutos, pidiendo a gritos un trozo de tarta y un vaso de leche.
—Llénala —apremió el elfo—. ¡Anda, llénala!
Y saboreó complacido la nueva copa.
—En cuanto llegue la larva, te marcharás.
—¿Adónde?
—A la biblioteca. Tráete algunas obras sobre electrónica. Necesito detalles sobre cómo construir televisores, teléfonos y todo eso. He de recoger datos y normas para el tendido, instrucciones para la construcción de tubos de vacío... ¡Detalles, Prentiss, detalles! Nos espera una tarea tremenda. Perforación petrolífera, refinado, motores, agricultura científica... Entre tú y yo erigiremos una nueva Avalon. Una Avalon técnica. Un país de hadas científico. Crearemos un nuevo mundo.
—¡Grandioso! —aplaudió Prentiss—. Pero no descuides tu be.......
—Ya ves. La idea va prendiendo en ti —exclamó el elfo—. Y obtendrás tu recompensa. Tendrás una docena de mujeres para ti solo.
Prentiss miró automáticamente a Blanche. Ninguna señal de haber oído, mas, ¿quién podría asegurarlo?
—Me basta con la que tengo...
—Vamos, vamos —manifestó el elfo en tono de censura—, sé sincero. Vosotros, los varones humanos, sois bien conocidos de nuestro pueblo como criaturas lascivas y bestiales. Durante generaciones, nuestras madres han atemorizado a sus criaturas amenazándolas con la venida del ser humano... ¡Ah, la juventud! —exclamó, alzando la copa en el aire y brindando—: ¡Por mi propia juventud!
Y la vació de un trago.
—¿Por qué no la llenas otra vez? —sugirió al punto Prentiss—. Anda, vuélvela a llenar.
Así lo hizo el elfo.
—Quiero tener muchos hijos. Elegiré las mejores hembras coleópteros y multiplicaré mi linaje. La mutación proseguirá. En estos momentos soy el único, pero cuando seamos una docena, o cincuenta, los cruzaré y desarrollaré..., desarrollaré la raza del superelfo. Una raza de electro... ¡Hip...! De electrónicas maravillas e infinito futuro... Si pudiese beber un poco más... ¡Néctar! ¡El néctar primigenio!
Se oyó el súbito ruido de una puerta abierta de par en par y una voz juvenil que llamaba:
—¡Mami! ¡Eh, mami!
El elfo, con sus brillantes ojos algo turbios, continuó:
—Y después, comenzaremos a ocuparnos de los seres humanos. Primero, un poco de fe. El resto ya se lo..., hip..., enseñaremos. Será como en los viejos tiempos, pero mejorado. Un elfismo más eficaz, una unión más estrecha...
La voz del pequeño Jan se oyó más próxima, teñida de impaciencia:
—¡Eh, mami! ¿Es que no estás en casa?
Prentiss sintió que se le dilataban los ojos a causa de la tensión. Blanche seguía sentada rígidamente. La voz del elfo se tornaba pastosa, su equilibrio un poco inestable. Prentiss pensó que aún estaba a tiempo, si se atrevía a correr el riesgo.
—¡Vuelve a sentarte! —ordenó perentorio el elfo—. No vayas a cometer una estupidez... Desde el primer momento en que estableciste tu ridículo plan, sabía que había alcohol en el ponche. Los seres humanos os pasáis de listos. Los duendes tenemos muchos proverbios sobre vosotros. Por fortuna, el alcohol nos produce muy poco efecto. Si al menos lo hubieras preparado a base de aguardiente, con una pizca de miel... ¡Vaya, aquí está la larva! ¿Cómo estás, pequeña cría de hombre?
Había detenido la copa a medio camino de sus mandíbulas al aparecer Jan hijo en el dintel de la puerta. El chico tenía diez años. Llevaba la cara moderadamente sucia, y el pelo inmoderadamente enredado. Sus ojos grises reflejaron una expresión de extrema sorpresa, y sus libros escolares oscilaron al final de la correa que los ataba y cuyo extremo sostenía en la mano.
—¡Papá! —exclamó—. ¿Qué le pasa a mamá? Y... ¿Y qué es eso?
El elfo ordenó a Prentiss:
—Anda, corre a la biblioteca. No perdamos más tiempo. Ya sabes los libros que necesito.
Todo rastro de incipiente embriaguez se había volatilizado de la criatura. La moral de Prentiss se derrumbó. Aquel ser había estado jugando con él.
Se levantó para cumplir la orden, mientras el elfo seguía diciendo:
—Y no me salgas con nada humano. Nada de trucos. Recuerda que tengo como rehén a tu mujer. Puedo utilizar la mente de la larva para matarla. Basta con ella. Sin embargo, no deseo hacerlo. Soy miembro de la Sociedad Ética Duendística, que propugna un trato considerado para los mamíferos hembras, por lo que puedes confiar en mis nobles principios, siempre que cumplas mis instrucciones.
Prentiss sintió que le inundaba un vehemente impulso de marcharse. Dando traspiés, se encaminó a la puerta.
—¡Papá, esto habla! —gritó el pequeño Jan—. Dice que va a matar a mamá. ¡Eh, no te vayas!
Prentiss se hallaba ya fuera de la habitación, cuando oyó al duende decir:
—No me mires con esa fijeza, larva. No haré daño a tu madre si haces exactamente lo que te digo. Soy un elfo, un duende. Ya sabes lo que es eso.
Y había llegado a la puerta delantera cuando oyó la voz atiplada de su hijo gritar salvajemente, al par que Blanche lanzaba chillido tras chillido, en estremecido tono de soprano.
El fuerte aunque invisible resorte que le arrastraba fuera de la casa saltó y se desvaneció. Cayó de espaldas, se enderezó y se precipité escaleras arriba...
Blanche, visiblemente animada de palpitante vida, se hallaba en un rincón, rodeando con sus brazos a un lloroso Jan.
Sobre el escritorio, habla un aplastado caparazón negro, cubriendo una pulpa pringosa, de la que manaba un liquido incoloro.
El chiquillo sollozaba histéricamente:
—¡Le pegué! ¡Le di con los libros! ¡Le estaba haciendo daño a mamá!

Pasó una hora. Prentiss sintió que el mundo de la normalidad iba filtrándose de nuevo por los intersticios que había dejado la criatura de Avalon. El elfo quedó reducido a cenizas en el incinerador que había detrás de la casa. El único resto de su existencia se reducía a una húmeda mancha al pie de la mesa del despacho.
Blanche seguía con una palidez enfermiza. Marido y mujer hablaron cuchicheando:
—¿Cómo está el chico?
—Viendo la televisión.
—¿Se encuentra bien?
—Él está estupendamente, pero yo voy a tener pesadillas durante semanas.
—Lo sé. Ocurrirá así a menos que descartemos lo pasado de nuestras mentes. No creo que volvamos a ver otra de esas... cosas por aquí.
—No puedo explicarte lo espantoso que fue —dijo Blanche—. Oí cada palabra que decía, incluso cuando me encontraba abajo, en la sala de estar.
—Se trataba de telepatía, ¿sabes?
—Me resultaba imposible moverme. Luego, cuando te marchaste, logré hacerlo ligeramente. Intenté gritar, pero todo cuanto conseguí fue gemir y sollozar. De repente, Jan lo aplastó, y entonces me sentí libre. No comprendo cómo sucedió.
Prentiss sintió una triste satisfacción.
—Creo que yo si lo sé. Me tenía bajo su control debido a que acepté la verdad de su existencia. Y te tenía a raya a ti a través de mí. Cuando abandoné la habitación, la creciente distancia hizo más difícil el empleo de mi mente como una lente psíquica. Pudiste comenzar a moverte. Cuando llegué a la puerta de la calle, el elfo pensó que ya era hora de pasar la conexión de mi mente a la del chiquillo. Ese fue su error.
—¿En qué sentido?
—Se imaginó que todos los niños creen en hadas y duendes. Estaba equivocado. Los chicos norteamericanos de hoy no creen en eso. Jamás oyeron hablar de ellos. Creen en Tom Corbett, en Hopalong Cassidy, en Dick Tracy, en Howdy Doody, en Superman y en otra docena de cosas, pero no en los cuentos de hadas. El duende no se dio cuenta de los súbitos cambios culturales logrados por los libros y revistas de historietas y por la televisión. Cuando intentó captar la mente de Jan, no lo consiguió. Antes de que recobrara su equilibrio psíquico, el chico le atacó de modo fulminante, presa de pánico al pensar que iba a hacerte daño. Siempre lo dije, Blanche. Los antiguos motivos populares de leyenda sobreviven sólo en las obras modernas de literatura fantástica, y ésta es sólo pasto para los adultos. ¿Comprendes ahora mi punto de vista?
—Sí, querido —respondió Blanche con humildad.
Prentiss se metió las manos en los bolsillos y rió quedamente entre dientes.
—Mira, Blanche, la próxima vez que vea a Walt Rae, le diré que he decidido escribir sobre eso. Me parece que ya es hora de que los vecinos sepan...

Jan hijo, sosteniendo en la mano una enorme rebanada de pan con mantequilla, entró en el despacho de su padre en busca del oscurecido recuerdo. Papá le dio unas palmaditas en la espalda y mamá le sirvió más pan con mantequilla. Estaba comenzando a olvidarlo todo. Sobre la mesa del despacho había un ser estrafalario capaz de hablar que...
Mas todo había sucedido con tanta rapidez que los detalles se entremezclaban en su cerebro.
Se encogió de hombros y, a la última luz del sol del atardecer, lanzó una ojeada a la cuartilla a medio escribir metida en la máquina de su padre y luego al pequeño montón de papel sobre la mesa.
Leyó un rato, frunció los labios y murmuró:
—¡Caray! Otra vez esas bobadas de hadas y duendes. ¡Siempre cosas de críos!
Y abandonó la habitación.
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Mi difunto yo
Julio Garmendia